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Llamar “fifís”, “señoritingos” y “aspiracionistas de la clase media” a parte de la población no es clasismo. Por eso el grito de AMLO de “muera el clasismo” no es incongruente con su pregón diario y mañanero. Aquellas son en realidad frases que fomentan el encono, la polarización, el enfrentamiento y la división social, pero para nada significan una “discriminación inversa”. El clasismo necesariamente tiene que darse de arriba hacia abajo, pero no por no ser estas frases clasistas dejan de ser perjudiciales para la vida pública nacional.

Clasista es, por ejemplo, mandar un comunicado, exponer y chantajear al Poder Judicial Federal para que mantenga la Prisión Preventiva oficiosa, medida cautelar que va en contra de los derechos humanos reconocidos por la Constitución y que afecta, abrumadora y principalmente, a personas en situación de pobreza en México. La gran mayoría de las personas privadas de su libertad de esta manera pertenecen a estratos sociales marginados y sin oportunidades.

Clasista es, por ejemplo, no resolver el problema del sector salud o de la educación pública, mientras el Presidente y su familia gozan de educación y servicio médico privados.

Llamar a alguien aspiracionista no es clasista. Es, si acaso, azuzar el fuego social que margina cada vez más a una clase media -que no llega ni a media-, mientras normaliza un discurso con tufo a catecismo del siglo pasado que predica las virtudes de la pobreza y las recompensas ultraterrenales a quienes sufren esa condición.

En otras cosas, no veo con malos ojos que el Presidente convoque a diálogos por la paz y quiera proponer un “plan” para que, según él, se pacte una tregua de cinco años en el mundo. Resulta inquietante y sorprendente que a nadie se le haya ocurrido antes una solución tan al alcance de las manos. Pero antes de aventurarnos a lanzar el plan por la paz a nivel mundial, antes de que la cuatroté lo quiera hacer marca registrada, y antes de que vengan las postulaciones para el Nobel, convendría aplicar un pequeño programa piloto en algunas regiones de México a las que muy seguramente no ha llegado el pregón presidencial. Habría que ver, por ejemplo, si en el país de origen se darán treguas o se iniciarán diálogos que pongan fin a las décadas de violencia extrema que han enlutado a más familias y han desaparecido a más personas que las víctimas de la guerra en Ucrania -no por ello menos lamentables, por cierto-.

Extraña entonces que se pretenda dar mando administrativo y operativo de la seguridad pública a las fuerzas castrenses, si el método que se pretende aplicar en el mundo se aleja de los cuarteles y se remite más bien al entendimiento entre las partes. ¿Por qué hacer la distinción? ¿Será que ya se sometió a prueba el “plan” y fracasó? O será más bien que todo se trata de una movida más para dictar la agenda pública, área en la que el presidente Obrador es, innegablemente, un genio.

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