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Según diferentes fuentes, como el informe anual de Reporteros sin Fronteras, México es -por cuarto año consecutivo- el país más peligroso del mundo para ejercer el periodismo, incluso por encima de países en guerra como Ucrania, Afganistán y todo el continente africano. Es decir, es más seguro realizar reportajes bajo el fuego cruzado entre rusos y ucranianos en el Donbass, que en la zona norte de la República Mexicana (o en general en cualquier estado).

En ese contexto se da el intento de asesinato en contra de Ciro Gómez Leyva, conductor de radio y televisión que ha sido señalado por el oficialismo como un “líder opositor” dadas las opiniones y críticas vertidas en sus espacios noticiosos. Si por curiosidad u ociosidad han prestado atención a la mañanera, se habrán dado cuenta de la andanada de críticas y cancelaciones provenientes del Jefe del Ejecutivo Federal en contra de este y otros personajes del gremio periodístico. Sería impreciso y una burda conjetura señalar al Presidente como responsable de lo que la propia Secretaría de Seguridad Ciudadana de la CdMx ha catalogado como un ataque directo, pero no podemos abordar el suceso sin entender la polarización en que está sumergida el país y sin reconocer el impacto y la percepción negativas que dominan la opinión pública, sobre todo entre aquellos que siguen día con día la dogmática del púlpito presidencial.

Sea cual sea el motivo del atentado en contra de Gómez Leyva, se hizo evidente que hasta el privilegio hace la diferencia entre sobrevivir o no: gracias al vehículo blindado que la empresa en la que labora le entregó hace unos años, el periodista pudo salir ileso del ataque. Además, hoy está escoltado por policías de la capital del país y tiene amplias medidas de protección. Mientras tanto, en el mismo México, periodistas sin los reflectores de Ciro mueren acribillados en sus vehículos, en las puertas de sus casas, e incluso dentro de ellas. Para esos periodistas no hay camionetas blindadas y muchas veces les son negadas las medidas de protección, y a quienes las obtienen se las retiran antes de tiempo.

Hay quienes en redes sociales y otros medios aducen que el hecho pudo incluso ser un autoatentado, que no hay que creerle al periodista por ser de la oposición, por mentir en la tele -no dan, por supuesto, ni una prueba de mentiras y en todo caso no es relevante-,o por simplemente montar un show para dañar la imagen del Presidente. Hasta ese punto ha llegado el encono y la furia social en contra de las voces que se atrevan a criticar al oficialismo que se autodenomina transformación, pero que asemeja cada vez más a los oscuros tiempos del partido hegemónicoen los que las voces se unificaban o se silenciaban.

Una y otra vez se repite que en este Gobierno se garantiza la libertad de expresión porque no se persigue a quien opina en contra, pero la estructura política cancela y desprestigia las voces disidentes, reduciéndolas a murmullos que terminan ignorados. ¿Hay libertad de expresión donde sistemáticamente se ataca a quien se expresa? Usted dirá. Mientras tanto, un periodista logró sortear la estadística sin y a pesar del Estado.

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