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Como todos sabemos, se aprobó por la Cámara de Diputados, la denominada “reforma judicial” de la que nos hemos ocupado en las últimas columnas.

Con matices añadidos, entre otros, la concesión graciosa de una indemnización equivalente a 3 meses de salario y el pago de 20 días de estipendio por cada año de servicio a jueces y magistrados que decidan “voluntariamente” darse de baja de las filas del Poder Judicial de la Federación, se consumó -en una primera instancia- la iniciativa presidencial.

Ahora pasará a la Cámara Revisora (el Senado de la República) y, de confirmarse, irá a los Congresos Locales, bastando el voto de 17 entidades federativas para agregar las enmiendas a la Constitución Federal.

Previo a la votación diputacional en el Congreso de la Unión, se promovió ante un Juzgado de Distrito un amparo indirecto contra el trámite legislativo. Como medida cautelar se concedió la suspensión, a fin de preservar la materia del juicio constitucional. Dicha suspensión no fue acatada por el Poder Legislativo Federal. Se votó la iniciativa contra la orden de un tribunal constitucional. Así, se incurre en la grave hipótesis del incumplimiento de la suspensión.

De esta manera, se sube al ring -ya ocupado previamente por el Ejecutivo Federal y el Poder Judicial- un tercer poder del Estado: el Legislativo Federal.

La crisis es evidente y preocupante. Queda en duda la vigencia del Estado de Derecho puesto que si una decisión judicial no se cumple… imagínense estimados lectores, qué es lo que sucederá en México.
No obstante, nuestra historia se encuentra plagada de crisis estatales y de la existencia de poderes en conflicto. Aquí les va una con final feliz: el “Amparo Vega”.

En el año de 1869, el Tribunal de Justicia de Sinaloa suspendió de plano (sin previo juicio de responsabilidad) en el ejercicio de su cargo, sueldo y profesión al Juez de primera instancia en Mazatlán, Sinaloa, el licenciado Miguel Vega.
En contra de la anterior determinación, Vega promovió juicio de amparo, alegando que si el Tribunal responsable consideraba que había delinquido como juzgador, se debió haber ordenado formar una causa y permitirle ser oído; no obstante, sin juicio alguno, sin citación y sin ser escuchado fue condenado.

En un primer momento, el Juez de Distrito desechó la demanda de amparo; fallo que a la postre fue revocado por la Suprema Corte, ordenando que se admitiera y resolviera. En consecuencia, el juzgado dio trámite a la demanda y emitió la resolución correspondiente en la que negó el amparo al quejoso, ya que la ley en vigor, no permitía combatir actos provenientes del Poder Judicial.

El asunto se remitió a la Suprema Corte de Justicia para su revisión, la cual resolvió en el sentido de revocar la sentencia del Juez de Distrito de Sinaloa y amparar al licenciado Miguel Vega, por haberse violado en su perjuicio sus garantías consagradas en los artículos 1o. y 4o. de la Constitución Federal.

Derivado de lo anterior, el asunto adquirió un matiz “jurídico-político” y, en la sesión del seis de mayo de 1869, fueron acusados -en juicio político- ante el Congreso, por infracción a la Ley Orgánica relativa a los juicios de amparo, los otrora Ministros de la Suprema Corte: Vicente Riva Palacio, Joaquín Cardoso, Pedro Ordaz, Castillo Velasco, Ignacio Ramírez, León Guzmán y Simón Guzmán, ya que se consideró que no obedecieron la Ley del Congreso al admitir un recurso en un caso expresamente prohibido. Suena familiar a lo que vivimos en las presentes épocas. Ese “Amparo Vega”, es el germen del amparo contra actos judiciales, resuelto pletóricamente por el Alto Tribunal y luego añadido a la Ley de Amparo.

El amparo judicial permite corregir actos de tribunales de instancia que vulneren derechos fundamentales. Por ende, de esos poderes en conflicto, surgió una herramienta importantísima para el pueblo de México: el amparo judicial. Ojalá que de la presente crisis emerja algo similar.

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