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El tiempo otorga perspectiva en el recuerdo. Entre lo que vivimos realmente, lo que sentimos al momento, y lo que alcanzamos a recordar, habita una experiencia abismal porque las horas que son días que son semanas que son meses que son años, envuelven a la existencia humana con un abrigo capaz de manipular el pasado. Algunos dirán que se trata de aquella ciencia popular enfocada en dictar que el tiempo lo cura todo, pero no estaría tan segura. Es ciencia, sí; pero también magia. De esa que se acepta sin comprender totalmente.

Mi memoria decide sobre mí. Ha sido el caso desde siempre. Me refugio en los detalles más insignificantes, los gestos más dolorosos, los sonidos más ensordecedores y las sensaciones más contrarias. Otra cosa, por supuesto, son los datos; esos tienen humores propios y siempre están a la mano esperando el turno de ser nombrados.

Es una cosa de abandono realmente. A veces la mente opta por abrazar lo externo para no mirarse por dentro. Es así que viví por meses en los últimos latidos del corazón de mi abuela. Los percibí a través de un estetoscopio y fueron regalo de mi hermana. “¿Quieres escuchar?” Es precioso, dije. Estaba viva y yo estaba ahí para recordarlo, para saber que en el futuro regresaría a esa memoria sensorial como un esfuerzo de lograr detener el tiempo y las ausencias. El sonido que sale de mis huellas dactilares golpeando el teclado no es el de mi escritura, sino sus latidos.

Jorge Luis Borges, amante del juego, la proyección personal, la erudición exquisita, la historia con truco y los guiños al hombre y al universo, logra en “Funes, el memorioso”, una suerte de aliento fresco para todos aquellos que viven con la memoria en los ojos.

Ireneo Funes es un gaucho uruguayo que habiendo quedado tullido, tras un accidente con un caballo, logra vivir, como consecuencia feliz o desgraciada, con una memoria indescriptiblemente asombrosa. Su vida entonces gira en torno a números que nombra con letras y nombres propios, asociaciones imposibles entre el pasado y presente utilizando todos los referentes filosóficos e históricos posibles, incesantes imágenes de todo cuanto ha visto, cada detalle, cada espacio, cada hoja de árbol, cada palabra. El arte de desafiar la ciencia con la memoria, y viceversa, es exhaustiva.

Habitar el recuerdo en contra de la voluntad requiere vocación, e Ireneo la tenía. Lo que para unos es tormento a recordar, para él significó iluminación; encontrarse a sí mismo.

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