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Fijar la mirada para abarcarlo todo se ha convertido en mi nuevo impulso cotidiano. Quiero aprenderme cada árbol, cada movimiento de los riachuelos y cada tonalidad de verde que los abraza y contiene. Las nubes que protegen la tierra de Borgoña son sorpresivas, a tiempos grises, a tiempos blancas; en ocasiones rosas, en ocasiones del naranja-moradoso más precioso que he mirado. Quiero mirar conscientemente, con el corazón, con la mente grabando recuerdos que se narran con el miedo a olvidar algo de lo que aún no estoy lejos.

Lo había hecho antes, no sabiendo que lo hacía. Tendría unos seis años aproximadamente, cuando observaba la espalda de mi abuela Manuela mientras cocinaba. Su escenario: un laboratorio culinario de losetas verdes. Le ayudaban a resaltar entre todo y al mismo tiempo la presentaban gigante ante mis ojos de niña impresionada. Miraba su cabeza, su valerina, su blusa, su falda, los movimientos armoniosos de sus manos y la propiedad con la que tomaba ingredientes para ponerlos en las ollas. Amaba la precisión de sus pasos entre la mesa y la estufa, el lavabo y el refrigerador, la mesa de nuevo, una mirada hacia mí, otra hacia los niños en el patio. No hablaba, no era necesario. La miraba y la guardaba en mi mente, para que se quedara.

En “Te miro para que te quedes” de Karmelo Iribarren, conocemos un poema aparentemente sencillo que se basa en la idea antes expuesta: el hecho de mirar y de esperar algo en consecuencia. Se trata de un anhelo y al mismo tiempo un temor, como una nostalgia que se vive en el instante presente. “Cuando hablas, cuando duermes, cuando me coges del brazo por la calle, cuando te llena de luz el rostro una sonrisa, y también cuando la tristeza te lo oscurece”.

Ese sentimiento, mitad esperanza con aires románticos, no es tan sencillo como parece. Andar con el corazón cargado implica una valentía honorable. Andar con el corazón cargado implica una valentía honorable. ¿Quién no se derrite de amor al mirar a su madre, padre, hermano, hermana, esposo, esposa, hijo, hija, abuelo, abuela; y al mismo tiempo pelea con el miedo paralizante que viene de la idea de un día saberlos ausentes? Todos.

Mirarlos, mirarlos con el alma hasta que los ojos duelan, hasta que los hayamos abarcado en totalidad aun sin tocarlos, aun cuando los pensamientos vuelen y la melancolía pase, mirarlos para que se queden, para que en nuestras memorias y a nuestros ojos sean eternos. “En cualquier sitio, a cualquier hora, te miro, te miro siempre para que te quedes”. 

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