El tesoro
Julia Yerves Díaz: El tesoro.
Existen preguntas difíciles de contestar, especialmente aquellas que suponen una respuesta que englobe en pocas palabras, una serie de experiencias, emociones, impresiones y circunstancias que en un momento significaron un presente sentido como eterno. Preguntas como “¿cuál fue el momento más feliz de tu vida?, ¿el más triste?, ¿la mejor comida que has probado?, ¿el instante más dichoso?” Podríamos tener ideas, respuestas automáticas o frases preconcebidas; pero el mar de palabras que se lleva por dentro en un intento por expresar lo que realmente quisiéramos, se agita con humores de dificultad. Nos quedamos cortos.
Imagina un viaje, el más grande, el más significativo de tu vida hasta ahora. El trayecto hasta el destino ha quedado atrás y ahora solo queda recorrer el espacio que ocupas y haces tuyo, dejando un rastro de tu idioma extranjero en los oídos de quienes te saben diferente, pero te sonríen con curiosidad, o a otros tiempos toman distancia. ¿Qué decides contar? ¿Los sabores de la comida que explotaron en tu paladar, el frío que hizo temblar tu interior o quemó inocentemente la piel de tus manos, tu vista cegada de blanco ante paisajes a mil metros de altura cubiertos de nieve entre pinos y montañas, la fe que habita en iglesias y catedrales, las casas de la campiña con sus carreteras inhabitadas? De nuevo, preguntas difíciles de contestar.
En “El tesoro”, cuento largo de Eduardo del Corral, estamos frente a la narración de un personaje que afirma con toda seguridad haber visitado el lugar más hermoso del mundo. En su voz, y alternando en una narración dialogada que no se hace presente, nos enteramos solamente de sus intervenciones. “Pues sí señora, sí que se podría decir que he viajado”. Describe los transportes frecuentados, aéreos y terrestres, las superficies recorridas y también los rostros conocidos. Su diálogo es siempre personal, es su voz la que se escucha y la que guía la narración, como si solamente al repetir las preguntas de la señora que lo interroga nos enteráramos de la existencia de la otra parte que mantiene viva su historia.
Finalmente, tras una insistencia que adoptamos también como nuestra, la revelación del lugar más hermoso del mundo se manifiesta en palabras: es una sonrisa que habita en el rostro de la mujer que ama. ¿Lo comprendemos? Por supuesto. En los viajes, los paisajes más hermosos no están frente a mis ojos, sino en el reflejo de los ojos de los míos; allí habitan, allí los recordaré.