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En la escuela preparatoria llevé un curso magnífico de Literatura mexicana del cual no recuerdo absolutamente nada. Ni de la clase, ni al profesor, o profesora, ni a la cincuentena de estudiantes con los que habré compartido las acaloradas sesiones vespertinas, ni los ejercicios realizados, ni las tareas y mucho menos los exámenes. Lo que sí recuerdo es el libro y las lecturas; eran maravillosas. Una colección preciosa de fragmentos bien escogidos y las preguntas mejor planteadas de las que un tierno cerebro preparatoriano podía servirse para, sin saberlo, comenzar su ejercicio de analista literario.

Dicho libro, que abierto a mi lado pareciera triunfar frente al tiempo, me señala la única respuesta escrita que tuve el atrevimiento de expresar con valentía. No porque fuera floja, ni porque no hiciera mis tareas; sino porque desde entonces la vena de la locura por respetar los libros y no “rayarlos” ya latía con fuerza. Lo gracioso es que mi respuesta era contundentemente mala, como si no me hubiera dado el tiempo, como si no me hubiera querido atrever a más. Qué suerte que hoy, una decena de años y más después, con el libro recuperado y una señal fortuita para detenerme en este fragmento, puedo redimirme.

“Los cocheros de Mérida”, crónica de Elena Poniatowska, narra entre oraciones bien formadas, ideas preconcebidas y realidades innegables, un trayecto y una eventualidad con los cocheros de antaño. La calesa, el caballo y el chofer son los protagonistas. Los olores, los sonidos, los colores y el calor que, si bien no se describe, quienes habitamos aquí lo agregamos como elemento clave para la entereza del conjunto.

Pareciera que nos han mirado la radiografía del centro que habitamos o transitamos en el pasado. Como si hubieran logrado describir exactamente un sonido que nosotros no somos capaces de transmitir, y al mismo tiempo pareciera que alguien también, aunque no aparece en el texto, ha captado con una cámara fotográfica los gestos que hacía la gente al percibir dos cosas: los olores despedidos por los caballos, o su sufrimiento por el latigazo repentino. La cara de fo, la cara de basta.

Finalmente, y porque la crónica es siempre así, un movimiento que avanza constantemente, en letras nuestro fragmento se detiene aquí: “un día la rueda inflexible del coche-calesa tropieza con la banqueta (o la escarpa, como dicen en Mérida) y cae el cochero desde lo alto, manchando de rojo la calle de la ciudad blanca)”. 

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