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Hay pinturas móviles que son personas. Su recuerdo, grabado en un cuadro que permanece colgado en los rincones de nuestra memoria, visten la casa mental de hechos de antaño que ahora, carentes de contexto, ocupan un sitio irremplazable. Como aquella pintura pequeña en la casa familiar donde se dibuja un paisaje de ningún lugar en el mundo con riachuelo y montañas sin nombre, y que ahí permanece, marcando espacios que no olvidaremos jamás.

Para el caso de las personas, aún están todos aquellos niños con los que tuve el destino de compartir los primeros años de escuela. Sus rostros correspondían a la picardía de un despertar hacia la vida, a la tristeza de quienes han perdido una madre demasiado pronto, a la maldad naciente de un niño malcriado, a ser el número cuatro de seis, a una carita obesa que atraerá los mejores apodos, a la alegría y suerte de quien tuvo un buen núcleo, y a quien por el contrario, no tenía nada. Sus nombres los he olvidado, pero sus caras están ahí, colgadas como los primeros contactos con la vida real en una memoria infantil.

Pedro Lemebel, autor chileno de “La historia de Margarito”, cuenta la circunstancia particular de un niño que encarnaba la tristeza. Su cuerpo, atraído hacia el suelo como si al nacer le hubiera tocado un peso más fuerte por llevar, hacía de su semblante una desolación humana con la capacidad de la palabra. Por supuesto, sus habilidades para relacionarse en la escuela fueron absolutamente nulas.

De Margarito resaltaban unos ojos acuosos que amenazaban con llanto ante cualquier circunstancia, como si sus conductos lagrimales estuvieran mucho más cerca de sus ojos y eso le diera la impresión de vivir llorando. Y probablemente fuera así, al menos en la escuela. Porque los demás niños hacían de él una comidilla perfecta cada que al decirle algo su vida completa pareciera desaguar toda la tristeza desde su nacimiento.

Como sucede en las historias de infancia que todos tenemos guardadas, hubo una circunstancia que, para Margarito, fue dura de tolerar. En una donación de ropa norteamericana, previamente seleccionada para niños, se coló un vestido de flores que fue a ocupar cuerpo en Margarito. Su poca entereza se rompió frente a las carcajadas de los otros y de sus ojos brotaron las lágrimas de toda una vida. Lo que más tarde recordaría Margarito no fue eso, sino al único niño que se acercó a quitarle el vestido, la primera chispa de alegría en sus ojos eternamente tristes.

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