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Cuando los nuestros enferman, cercanos o lejanos, adoptamos un modo de cuidado que se activa desde la primera noticia del hecho. Bastan tres estornudos frecuentes o una tos irregular para alertarnos y salirnos de nosotros para cuidar al que cae. Es natural, pienso. Casi instintivo. Estamos acostumbrados porque amamos a tal grado que todo lo que nos concierne pasa a ser secundario; nos dejamos por otros.

Del otro lado de la circunstancia, hablar de enfermos y de enfermedad supone vivir entre secretos. Y vaya que los secretos de salud tienen la capacidad para crear situaciones por demás confusas y complicadas si en el actuar no se anda con honestidad. ¿El riesgo? Ser atrapados en la mentira.

Recuerdo que mi madre y mis tías ocultaban las muertes del vecindario a mi abuela. Por protección, por supuesto, y también porque con la edad y sus enfermedades propias, llegó la capacidad de sentir todo el dolor como propio. No era que no pudiera entender la noticia, sino que la desolación la consumiría en los días próximos; el instinto de protección las hacía evitarle esa carga. Yo ahora, haría lo mismo.

En “La salud de los enfermos”, cuento largo de Julio Cortázar, conocemos la historia de una familia que, al saber de la fragilidad y los límites de la figura materna, opta por ocultar la muerte accidental de su propio hijo.

Para eso, hicieron uso de la frialdad de mente por encima de los sentimientos, pero siempre guiados con el corazón; con las buenas intenciones. Así, decidieron crear un escenario donde Alejandro, el hijo fallecido, había viajado a Brasil como parte de un nuevo empleo. Las cartas, que la familia misma simulaba con ayuda de amigos en Brasil, duraron hasta los últimos momentos de la madre sin ella sospechar el deceso.

Lo complicado, por supuesto, fue malabarear esa muerte junto con la de la tía Clelia, quien como ellos, habitaba en la misma casa. Entonces, a las cartas ficticias se le sumaron llamadas fingidas hacia el sanatorio donde la tía Clelia daba noticias de bienestar sin anunciar un retorno próximo, siguiendo todo así hasta el cerrar definitivo de los ojos de la madre.

En este cuento, perfectamente escrito, me aferro a pensar que tres personas se reunirían arriba en lo innombrable, y se darían las noticias que en vida, por una bondad hacia ellos, no pudieron recibir. De nuevo, yo, haría lo mismo. Porque guardar lo que duele para uno y evitar en lo posible, el dolor ajeno, es un bello acto de amor.

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