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En mi familia corre la sangre hirviente, impulsiva. Especialmente en las mujeres. Lo sé porque a lo largo de mi vida se hizo costumbre mirar hacia arriba en dirección a sus ojos y sentir la aprobación batiendo de mis pestañas. Las admiraba por tener esa fuerza intuitiva, casi primitiva, para defenderse. ¿Defenderse de quién? De toda aquella mano que se levantó por encima de ellas y que no encontró miedo, sino reacción; defensa. Las lágrimas, por supuesto, vienen después en la privacidad de un espacio seguro.

Miradas lascivas, piropos no solicitados y transgresiones hacia el cuerpo propio, fueron cosas que aprendí a considerar como normales en un mundo que nos mira hacia abajo. Normal no era, evidentemente. Y eso lo aprendí después, en defensa propia.

Esperaba el autobús de regreso a casa, a mediodía, en una zona habitada. Un hombre a la izquierda me miraba constantemente y vacilante se acercaba cada vez más a mí. Entonces comenzó el nervio, la adrenalina que hace temblar las piernas y el llanto que cosquillea en la garganta. El autobús llegó y me subí con rapidez, apagué la música que escuchaba, pero mantuve los audífonos. Al subirme sentí unas manos en mi espalda y bolsa, era él. Un codazo seco fue directo y alcanzó su cara, pues él estaba un escalón debajo de mí. Se incorporó tomando impulso de los tubos que sostienen los medidores del autobús y se dirigió de nuevo a mí. Le di una patada en el estómago y el camionero dio movimiento a la máquina. La eternidad se mide en segundos de miedo, lo aprendí ese día.

Me senté junto a una señora, cerré las piernas y estiré la espalda, como tratando de excusar mi comportamiento con una postura de señorita. “Ay hija, cómo lo pateaste”. Fue todo lo que escuché. Llegué a casa repasando la escena en mi mente. Le conté a mi mamá, le conté a mi papá. Lo conté repetidas veces en reuniones familiares entre risas, aprobación de todos y “ay qué bárbara, qué valiente, igualita al abuelo, igualita a sus abuelas, a mí me pasó eso una vez, ¿recuerdas la vez del acosador en bicicleta?, ¿te acuerdas del hombre que le pegó a tía L?”. ¿Por qué me aplaudieron?

Hay cosas que ahora entiendo. La defensa, por ejemplo. ¿Por qué tengo que defenderme? No tendría qué. Nadie debería aplaudir la defensa por agresión, por acoso, por sentir miedo. No tendríamos que tener miedo en las calles, en la familia, en la escuela. No deberíamos defendernos ni mucho menos contarnos entre nosotras para saber si falta alguna.

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