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En algún momento de la vida de todos llega la sensación de no tener gran idea de lo que estamos haciendo. O de lo que queremos hacer. Tenemos luces vagas y un instinto que apenas despierta y por lo tanto es ignorado, por joven y silencioso. El cuerpo, la mente y la constitución humana busca realmente el ejemplo de lo que tuvo alrededor de él y de lo que pudiera significar para él, en su micro mundo, el ideal de un ser humano completo.

Por eso miramos hacia adelante, identificando al que tenemos frente a nosotros y que constituya la idea de modelo a seguir. A los lados ni mirar porque quienes marchan con nosotros forman parte del grupo al que pertenecemos, ese que camina al mismo ritmo de los demás, habla como los demás y piensa como los demás en un patrón repetitivo y seguro donde el tiempo no existe y la juventud pareciera un atardecer de tres a cinco donde se sabe, por conocimiento social, que no se hace mucho.

Al crecer, por supuesto, todo cambia. De pronto ya no estamos rodeados y somos insertados en otro gran grupo donde suceden muchas cosas a la vez, donde las responsabilidades se abrazan las unas a las otras y se amontonan en la cabeza, por el área de la frente, dejando marcas de preocupación, no ya de edad. Crecimos.

En “Arriad el foque”, cuento corto de Ana María Shua, estamos frente a un relato que vive en el momento mismo de una tormenta en alta mar. Los marineros a cargo del manejo del barco corren de un lado al otro mientras escuchan lo siguiente: “¡Arriad el foque!, ordena el capitán. ¡Arriad el foque!, repite el segundo. ¡Orzad a estribor!, grita el capitán. ¡Orzad a estribor!, repite el segundo. ¡Cuidado con el bauprés!, grita el capitán. ¡El bauprés!, repite el segundo. ¡Abatid el palo de mesana!, repite el segundo.” Ellos, haciendo todo y nada, corriendo diligentes y tambaleándose, sólo pueden acudir a un pensamiento: “Si no encontramos pronto un diccionario nos vamos a pique sin remedio.”

En aproximadamente seis líneas de cuento vive un mundo de comportamientos y sentimientos humanos absolutamente compatibles y listos para prestarse a interpretaciones. La personificación, por supuesto, también se añade en la posibilidad de vernos reflejados.

A veces somos el capitán, a veces somos el segundo obediente, a veces somos los marineros perdidos pero embarcados. Esos marineros hemos sido todos, caminando por la vida repitiendo una y mil maniobras que no entendemos, pero de las cuales absolutamente dependemos.

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