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No me gusta hablar de probabilidades, porque no las entiendo. O quizás es que soy perezosa para pensar en números, analizarlos, interpretarlos y finalmente ubicarlos en un plano real que más o menos justifique la cifra. También pudiera ser, de hecho, que prefiero la idea romántica, siempre perezosa, de la sorpresa. Del acto de confiar a ciegas y transcurrir sin analizar, pero sí sentir. De dejar que todo fluya y pase como tenga que pasar.

Mis experiencias remarcables con la probabilidad han sido dos. La primera fue durante la preparatoria, cuando en una revisión posterior a un examen de matemáticas el profesor dijo que solamente una persona había reprobado el examen; y por mucho. “¿Cuál es la probabilidad de que esa persona sea yo?”, pensé. Para el hecho, los exámenes serían entregados cruelmente a partir de la calificación más alta hasta la más baja. Quedábamos sólo dos y yo sabía en el interior que era la última. Tonta no era, ni lenta; pero es verdad que mi devoción académica estaba en las letras y no los números. He ahí mi primer desencanto con la probabilidad.

El segundo llegó muy tarde, un destino duro, pero altamente probable entre mujeres. Perder una vida que comienza a gestarse dentro de una, responde también a un número probable del cual, de nuevo, fui parte. Para el resto de las cosas prefiero no hacer caso. Probabilidad de lluvia, probabilidad de enojo, probabilidad de éxito, probabilidad de fracaso, probabilidad de embarazo; no importa ahora, será como será. Analizarlo sería, para mí, intentar malabarear con tres pelotas donde dos de ellas están ardiendo.

Hugo López Araiza Bravo ha creado un cuento que, sin saberlo, le hace guiños a mi postura. En su cuento breve, brevísimo, “El maestro de la probabilidad”, se encuentra una maravilla de idea apenas expuesta con ropa de microrrelato.

Si lo leemos en totalidad, tiene más sentido. En dos partes, el título “El maestro de la probabilidad” dirige hacia el cuerpo del texto: “Lo aplastó un meteorito”. ¿Acaso no es genial y ridículamente probable?

Entre sonrisas cómplices y sinceras, saber que pudieran existir otros con la decisión firme de vivir sin números ni tendencias, es un alivio. La calma como la catástrofe, no deberían esperarse ni anunciarse pensando en cuántos de cada cuántos tendrán o sufrirán tal y cuál cosa. Habría que saber vivir entre una suerte de destino y fe donde, por la sanidad del alma y la tranquilidad del espíritu, es mejor no saber.

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