Te quiero a las diez de la mañana

Julia Yerves Díaz: Te quiero a las diez de la mañana.

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Por suerte, se me ha querido a todas horas. ¿Por todos? Probablemente no. Pero por los míos, por los que comparten mi sangre, mis risas y mis abrazos, sí. Y es que la suerte de contar con amor sin pensar en el tiempo o la cantidad, es absolutamente inmensa y muy pocas veces reconocida.

Ahí arriba me quieren mucho más; quienes se han ido y me cuidan, quien ordena todo y lo dispone tan imperfectamente perfecto para mí; vaya que me ama. Tú, ¿a qué hora amas?, ¿en qué horario eres amado?, ¿bajo qué circunstancias?, ¿duele? ¿te hace volar?, ¿tú también amas tan fuerte que a veces tienes la impresión de secarte?, ¿de agotar todo tu amor hasta quedarte vacío sólo para amanecer otro día con la impresión de haber sido renovado y así comenzar otra jornada amorosa?

Para Jaime Sabines, enamorado del amor, “Te quiero a las diez de la mañana”, representa una mirada fragmentada del acto de amar y ser amado. De la reciprocidad condicionada por las horas del día, los humores del otro y la fragilidad de tropezar con la línea del odio, que tiene su casa justo al lado del amor, compartiendo una pared y a un paso de distancia.

En su texto, estamos frente a una declaración de amor preocupante. Preocupante por no ser exactamente lo que cualquier persona con cuatro dedos de frente quisiera escuchar. Imagina que se te dice lo siguiente: “Te quiero a las diez de la mañana, y a las once, y a las doce del día. Te quiero con toda mi alma y con todo mi cuerpo, a veces, en las tardes de lluvia. Pero a las dos de la tarde, o a las tres, cuando me pongo a pensar en nosotros dos, y tú piensas en la comida o en el trabajo diario, o en las diversiones que no tienes, me pongo a odiarte sordamente, con la mitad del odio que guardo para mí”.

Es duro, pero real; humano. El amor, como todo en la vida, no es lineal. Vive entre curvas, subidas, bajadas, caminos empedrados, praderas amables, tormentas, lluvia tierna y huracanes violentos. Y nosotros, a semejanza de los elementos, somos igual de volubles. ¿Tendríamos que ejercitarnos en el arte del amor constante? ¿No visceral? Quizás, por la sanidad mental propia y la del otro.

Pero entonces, ¿de dónde saldrían aquellas creaciones como las de Sabines? ¿Quién se atrevería, en un arrebato, a abrirse el pecho y soltar una reflexión profunda y certera? “Tú vienes toda entera a mi encuentro, y los dos desaparecemos un instante, nos metemos en la boca de Dios, hasta que yo te digo que tengo hambre o sueño”.

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