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¿Recuerdas el primer libro que leíste?, yo sí. Fui un lector tardío que no se interesó en la lectura hasta los 16 años, tuve que pasar un fuerte huracán como “Isidoro”, en el 2002, para conocer lo que hoy me mueve: la lectura y su estudio.

Mi primer libro fue una propina, sí, una que llegó a mis manos de una clienta de un supermercado de la avenida Itzáes de la ciudad de Mérida. Ahí comencé a trabajar desde los 11 años, por voluntad propia y a escondidas de mis padres, esto para poder comprar los útiles de la primaria, una de las tres a las que asistí, pues fui expulsado de dos anteriores. No por mal niño, sino porque desde pequeño era hiperactivo y no sabían cómo trabajar con un alumno que desbordaba energía e interés por las cosas que no se encontraban en el plan de estudios. Me amarraban a la silla con el suéter, me dejaban todo el recreo parado en la esquina del salón o me mandaban a la biblioteca improvisada para hacer planas. Descubrí a la mala que “la letra con sangre entra”, y como infante supe que todo argumento de incomodidad sería tomado como un reto a la autoridad, lo que me recuerda la frase fílmica de “Matilda”, de Roald Dahl: “Yo soy grande, tú pequeña. Yo estoy bien, tú estás mal. Yo soy listo, tú tonta... y no hay nada que puedas hacer para cambiarlo”.

Recuerdo que un día en el turno vespertino se vislumbró en el área de cajas registradoras a una señora que todos buscaban atender, daba una generosa propina. Para sorpresa mía llegó a mi caja. La mujer siempre tenía un carrito lleno de mercancía, le gustaba comprar de todo, empacarle rápido y bien así como llevarle la compra a su casa, una que estaba a un costado del supermercado, aseguraba diez pesos. ¡Una fortuna para un empacador! La mujer siempre amable hacia plática. Ese día, no sé porqué preguntó que quería estudiar, con honestidad le dije que ya no pensaba hacerlo, en la casa los centavos faltaban y la voluntad de salir adelante era mucha. Llegamos a su casa, como de costumbre dejé la compra en la sala. Me pidió esperar un momento, bajó de las escaleras, me miró y sonrió confabuladamente junto con su mamá que también venía con ella. Extendió la mano, era un objeto en una bolsa de papel. No entendí, hasta que dijo: –“Te quiero regalar esto, la portada está pintada a mano. Ojalá su último dueño te motive a estudiar”. Fingí una sonrisa. Salí y abrí el paquete, como supuse no eran diez pesos, en lugar de eso me dio un libro que le dejó su papá. Dejé molesto por más de una semana la bolsa en paquetería. Al sentir culpa, lo rescaté y lo arrumbe en la casa.

Dos años después, ante la oscuridad y el silencio que ofrece la ausencia de luz eléctrica, por curiosidad o destino, lo abrí. Encontré al Conde de Montecristo, de Alejandro Dumas. Fue el inicio de un viaje que aún no termina. Leí y existí. Hoy agradezco a esa mujer que me regaló la oportunidad de encontrarme en las palabras de otros y de transcribir la historia de ese joven empacador a lo que soy

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