De Quijotes y locos, todos tenemos un poco

Raúl Lara Quevedo: De Quijotes y locos, todos tenemos un poco.

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Aquí todos estamos locos…
Tienes que estarlo, o no
habrías venido aquí.
Carroll

A lo largo de nuestros días, hemos crecido con el concepto de la locura, el temor a perder la razón, o incluso a perderse a sí mismo. Hoy, a la falta de cordura se le señala, medica y excluye hacia espacios destinados a nulificar, más que a sanar. Esto no es nuevo; en Europa en el siglo XV, a un no cuerdo o ajeno a la razón se le asociaba con elementos fantasmagóricos relacionados con el diablo, traduciéndose de inmediato como enemigos de fe, esto en pleno poderío y expansión del pensamiento judíocristiano. Por ello, tal como la lepra, la locura era un concepto temido, pues se pensaba que se contagiaba al coexistir con algo o alguien que la padeciera.

Michel Foucault (2002) analiza el surgimiento de la locura, mirándola como un símbolo social construido por una estructura de poder. Observa el discurso inherente al contagio, entendiendo que más que contagiar la cerrazón, se muestra una alternativa al pensamiento arbitrado y colectivo. Los locos, aquellos que observan y dominan una perspectiva de la realidad “diferente” del mundo, no necesariamente pierden la razón, sino que no asimilan el discurso dominante, lo que representa un peligro para la mecánica social asignada: los roles sociales, de género, culturales y religiosos. Ese es el contagio, mostrar que hay más cordura que la aprendida y asignada. La locura como enfermedad se convierte en la herramienta predilecta del poder para desproporcionar los discursos alternos y castigar a los interlocutores.

El poder logra entumir al colectivo posicionando en el imaginario social, que la locura, así como todo lo que venga de ella, es falto de verdad y peligroso. De ahí la exclusión y amputación social. No todo es negativo, pues la locura permite divulgar verdades incómodas, esto es capitalizado por el campo literario, pues desde la parodia y la ficción, la narrativa crea personajes irónicos como herramientas para emitir contradiscursos de poder, todo cobijado por la licencia literaria; esto fue detectado, muestra de ello fue la Constitución de Cádiz de 1812 en México, la cual limitaba y controlaba toda obra literaria. Sin embargo, la palabra trasciende, miremos: el “Ingenioso Hidalgo, Don Quijote de la Mancha”, en esta obra de Cervantes vemos como la locura de Alonso Quijano tiene fines honorables con los cuales fácilmente el receptor se identifica. Se permite elucidar y enunciar las incómodas vivencias de la injusticia, incluso permite ejecutar castigo a quienes castigan al inocente.

Este modelo europeo es retomado por la narrativa mexicana, desde “Noticias del Imperio”, de Fernando del Paso, que retrata la demencia emocional de una Carlota atosigada por la falta de esperanza, por otro lado, la locura de una Matilde en “Nadie me verá llorar”, de Cristina Rivera Garza, evidencia cómo los ambientes emocionales y físicos también nos terminan secando la razón. Sin duda, la locura como espacio literario toma protagonismo al ser utilizada para enunciar las verdades no oficiales. Desde la ficción, la locura tiene algo de verdad y para el lector adquiere matices de lógica para él y su contexto.

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