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A mi abuelita

Estela El pasado, nuestro pasado, pareciera estar construido sobre la memoria que cuidadosamente hemos decidido dejar en nuestra alma: una canción que significó todo, desde alegría hasta tristeza, regalos, una carta, una piedra de nuestra visita al mar; al final, nuestro pasado es todo aquello que en caso de incendiarse nuestra casa es lo primero que tomaríamos para salvarlo del fuego, del olvido.

Hace tiempo que la casa donde crecí dejó de existir, quienes vivían en los alrededores comenzaron a desaparecer hacia otros rumbos, las casas cayeron, parques surgieron, comercios y nuevas familias, una especie de orfandad urbana donde no existe un sitio al cual regresar. Recuerdo que nuestro balneario “San Isidro” tenía una plataforma que en las noches te permitía ver las luces de la ciudad, las fábricas en periférico, el cielo sobre la bruma del alumbrado público, ahí me sentaba a fumar y mirar la voracidad de la luz acabando con la oscuridad sin imaginar esa vieja plataforma que también dejaría de existir.

Por parte de mi papá (que en paz descanse), la familia era muy breve, mi abuelo Manuel “El Caballito” Ordóñez, un boxeador retirado que sólo perdió una pelea, me acostumbró a levantarme a primera hora para trabajar, como una especie de exorcismo para sentir que el día valió la pena: quitar la maleza, lavar las piscinas, los corredores, los baños, ahí estábamos desde que el Sol salía y sólo nos retirábamos hasta que se ocultaba, nos bebíamos el día para combatir la noche plagada de espíritus olvidados que deambulaban como viejas maldiciones.

Mi abuelita, Estelita Rodríguez, falleció el pasado miércoles, a la misma hora que despertábamos para ir a trabajar. Ella me enseñó a tomar café todas las mañanas, a caminar en el centro de la ciudad, nos heredó su insomnio, pero creo que lo más valioso, es que nos enseñó a sonreír ante la adversidad, a creer que es posible sobrevivir a cualquier cosa que el mundo te arroje. Había madrugadas que ella, mi papá y yo nos sentábamos en la mesa de su casa, tratando de conciliar el sueño viendo la tele, en silencio por ratos, riéndonos otros, noche tras noche, viajando por sus recuerdos. Ahora ninguno de los dos está, dejándome solo para cuidar los recuerdos de nuestro insomnio.

Crecimos con árboles de grosellas, caimitos, mango, aguacates, plátanos, limones, maíz, tamarindo, zapote y naranja agría; cada temporada los cosechábamos con bajadores a los que mi papá les adhería una red al final para no partir las frutas; pero mi época favorita era cuando brotaban las naranjas agrías, mi abuelita las recogía camino al balneario, ella esperaba que llegáramos para pelarlas por completo, hacer un agujero arriba, ponerles sal y dejar que sorbiéramos el jugo, ese recuerdo representó el anuncio de su muerte, un agujero con sal en lo alto de mi corazón. Descansa en paz abuelita, tal vez no exista nada material de nuestro pasado, pero sí esta página donde viviremos juntos por siempre.

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