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Un día como hoy de hace un par de años, me perdí. En un país lejano con un tren descompuesto, un pueblo pequeñito en el que nadie podía entender lo que les decía, sin internet, sin telefono. Completamente solo y desconectado del mundo, me descubrí perdido.

En el camino de la vida, a veces nos encontramos vagando por senderos desconocidos, no por elección, sino por las caprichosas vueltas del destino. Perderse, una experiencia que muchos temen, puede ser en realidad un viaje hacia el autoconocimiento. Como si cada calle sin nombre y cada ruta no planeada fueran maestros silenciosos, enseñándonos que, en la incertidumbre, reside la posibilidad de descubrir quiénes somos en realidad.

Perderse es un arte, una invitación silenciosa al viaje más introspectivo. No hablo necesariamente del extravío físico, sino de aquel que nos sumerge en la profundidad de nuestra alma, donde los mapas de la razón pierden validez frente a la brújula del corazón. En este laberinto interior, donde cada pensamiento es un cruce de caminos y cada emoción, un sendero sin explorar, aprendemos que, para encontrarnos, en muchas ocasiones es necesario primero desviarnos.

La belleza de lo desconocido yace en su promesa de descubrimiento. Al igual que un camino no recorrido a los ojos de un viajero, nuestros rincones más ocultos guardan historias no contadas, sueños no realizados, y secretos que sólo en ese extravío alcanzamos a descifrar. Es a veces en ese acidental acto de perdernos, donde encontramos las respuestas a preguntas que jamás supimos formular, revelaciones que sólo surgen cuando el ruido del mundo se apaga y escuchamos la voz susurrante de nuestra conciencia.

Este viaje no requiere más equipaje que la voluntad de soltar, de dejar atrás las certezas que nos atan al puerto seguro de la cotidianidad. Cada paso es un descubrimiento y obedece al más puro acto de fe: la fe en que, al final del camino, nos espera no sólo la verdad de nuestro interior, sino también la aceptación de nuestra infinita complejidad.

Perderse, entonces, se convierte en un acto de valentía, un desafío a la comodidad del autoconocimiento superficial. En el arte de extraviarnos, nos damos permiso para ser, para reinventarnos, para crecer. Atravesamos la niebla de la incertidumbre con la luz tenue de la esperanza, sabiendo que cada paso, por más incierto que nos parezca, nos acerca más a nuestra esencia.

Y así, a veces a propósito o en ocasiones por accidente, nos descubrimos perdidos contemplando la vida con todas sus incógnitas, sus giros inesperados, y sus infinitas posibilidades. “Chupando un palo sentados sobre una calabaza”, diría Serrat.

Porque, al final, encontrarse a uno mismo es probablemente descubrir que el verdadero viaje no tiene destino, sino que se compone de los momentos de extravío que nos revelan la maravilla de ser simplemente humanos.

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