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A veces me invade el absurdo deseo de volver. Es una de las trampas más crueles de la memoria, de los recuerdos selectos de nuestra narrativa personal, de la construcción fantasiosa de lo que fueron experiencias que dejaron huellas permanentes en nuestra conciencia. Me inunda a veces ese sueño tramposo de regresar. De volver y no es únicamente al sitio. Es a todo lo que lo rodea: la circunstancia, las personas, las emociones de lo que vivimos.

Es curioso cómo en diferentes idiomas la misma cosa significa algo distinto, porque en inglés, ser y estar son la misma cosa, mientras que para nosotros ser y estar son dos cosas completamente ajenas entre sí. Sin embargo, y más allá de la semántica, lo que yo deseo cuando me invaden las ganas de volver me obliga a ir hacia atrás en el tiempo, a lugares en los que antes estuve y cuando pienso en regresar, realmente lo que mi corazón desea no es volver a estar en el lugar en el que estuve, sino volver a ser lo que fui cuando estuve ahí.

Hablando de recuerdos y fantasías, no encuentro en los cajones de la memoria ningún lugar tan especial como una pequeña casa llena de amor, perdida en medio de una playa desierta. Una playa desierta donde la casa más cercana —es un decir— estaba a más de mil quinientos metros hacia el este.

Una casa donde no había luz eléctrica, ni agua potable ni teléfonos ni internet. Donde los días se vestían de aventuras y se vivían de Sol a Sol, sin reloj ni calendario. Donde se comía lo que el mar nos permitía tomar y la exploración de la selva era el evangelio del día.

Suena a fantasía, pero sé que es realidad. Sé que pasé un par de veranos en ese sitio mágico, durante una edad maravillosa. Rodeado sólo de familia, risas y la naturaleza que parecía aislarnos del resto del mundo. Un par de veranos que hoy siento como un auténtico regalo de la vida.

Ahora miro hacia atrás con el temor de descubrir que la magia de esos días haya sido transformada por el tiempo y la narrativa de la memoria, aunque si ese fuera el caso, en nada modifica lo que fue vivir aquellos días.

En todo caso, habrá que hacer la paz con la idea de que la vida se construye justamente de eso; de la sazonada mezcla de un poco de realidad y un poco de magia narrativa de nuestros recuerdos.

Si pudiera darle rienda suelta a mis deseos de volver a un lugar, esa casa de la playa, tan parecida a cualquier otra, sería la elegida.

Volver a ser el que era, aunque sea por unas horas.

Volver con esas personas, con esas emociones, a esa narrativa que guardo en el corazón. Volver a ser ese que era, cuando era ahí.

Hace no mucho regresé a esa misma playa, antes desierta. Me costó mucho trabajo reconocerla (seguramente a ella le pasó igual). Le faltaba aire, manglar, arena. Le sobraban casas enormes de tres pisos, lanchas y bloques de concreto.

Y es que ahí esconde sus trampas la peligrosa idea de regresar.

Porque en realidad, uno nunca vuelve, aunque regrese.

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