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Desde hace varias décadas se habla del fin del mundo, incluso desde siglos atrás. Inconscientemente cada generación mantiene un deseo melancólico por presenciar el final de los tiempos, quizá porque así ocupará un lugar significativo en la cronología histórica.

Lo cierto es que constantemente mantenemos el imaginario colectivo sobre cómo serán los últimos momentos de la humanidad, y conforme pasa el tiempo vamos explorando ese imaginario hasta el punto de convertirlo en realidad. Solemos asociar el fin del mundo con una catástrofe única: la llegada de los extraterrestres, la caída de un meteorito o la venganza ambiental a través de terremotos, huracanes y erupciones volcánicas… Todos los panoramas planteados apuntan a un final desastroso, pero sobre todo rápido, algo tan breve que ni siquiera nos demos cuenta.

Cada año, los países líderes invierten miles de millones en investigaciones sobre vida extraterrestre y cómo contrarrestar sus posibles ataques.

Políticamente éste es un mecanismo para seguir imponiendo condiciones a los países más rezagados, a la vez que así nos “preparamos” para el apocalípsis. Pero ¿quién nos asegura que tantas acciones no son solamente una pérdida de tiempo? Quizá el fin del mundo nos alcanzó hace mucho tiempo atrás, cuando el hombre planeaba apropiarse del universo y alardeaba de su dominación sobre la naturaleza.

Así llegó el final, lo hizo en silencio, sin estridencia y apoderándose poco a poco de nuestro mundo cotidiano. Se arraigó en nosotros de forma tan sutil que nunca pudimos notarlo, o, peor aún, decidimos ignorarlo.

Fue sencillo: un día amaneció y ya no pudimos salir a la calle, ya no pudimos abrazar y respirar bien pasó de ser un acto común a un deseo vital para muchos.

Ahora las calles quedan vacías más temprano y los negocios están abandonados. Las puertas y ventanas permanecen cerradas, pues la gente tiene miedo que por sus rendijas se cuele la muerte.

El hombre siente una atracción y a la vez un miedo terrible por lo desconocido. La incertidumbre es algo con lo que se lucha a diario y por eso esta pandemia nos ha hecho tanto daño. Nos agota porque no sabemos qué pasará mañana, si estaremos sanos o enfermos.

Si habrá una cura y regresaremos a las calles o viviremos en el encierro permanente. La idea de un catastrófico fin del mundo se esfumó y quedó algo mucho más terrenal. Algo lento, silencioso y sencillo. Algo tan natural como la propia vida, y tan simple y destructor que nos mantiene anhelando el pasado. Aquel al que seguramente regresaremos, quizá sin haber aprendido nada. Solo con una extraña sensación de que algo perdimos en la pandemia y que la vida sigue, así hasta el fin del mundo.

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