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Como seres sociales, vivimos constantemente en un vaivén entre nuestros actos y las consecuencias de los mismos. Hemos aprendido a mirar el error en el otro, a sabernos seres correctos cuyas acciones son reflejo de nuestra ética impecable. Podríamos decir que cada uno de nosotros carga con una idea del bien y el mal, de lo aceptable y lo reprobable, de lo que nos hace crecer o de lo que puede potencialmente destruirnos.

En la lectura que nos ocupa esta semana, encontraremos un tema delicado: educar a los hijos. Y no me refiero a fomentar el conocimiento en ellos, hablo más bien de esa labor por demás compleja en la que debemos construir a una persona; alguien que depende de nosotros. No es cosa fácil, se sabe que mucha paciencia se pierde en el proceso. Hablaremos de la dureza de un corazón.

“La niña”, del autor estadunidense Donald Barthelme, aborda una historia que desde las primeras líneas causa un ruido peculiar: nos hace sentir incómodos. Invito en este momento a pensar en todas aquellas ocasiones en las que hemos estado frente a quien es regañado y nuestro comportamiento cambia por no saber cómo actuar frente a las órdenes ajenas. Nos desubicamos.

En la historia, un padre y una madre de familia deciden que por cada hoja de libro que arranque su pequeña de un año y poco más de edad, el castigo sería pasar cuatro horas encerrada en su cuarto.
Naturalmente, las reglas establecidas pronto se vieron retadas cuando la niña arrancaba hojas de cuatro en cuatro, de ocho en ocho. Para los padres no había marcha atrás, debían acatar la sanción destinada aun cuando eso significara que la niña pasara días en soledad y el alimento le fuera condicionado. Se siente la crueldad que danza con la ingenuidad.

Finalmente cedieron, considerando lo absurdo y real que puede resultar el reprender y educar con rigidez injustificada. Así, quizás nosotros seamos nuestros propios niños, viviendo los días con límites y castigándonos por los pequeños fallos que nos marcan la vida. Cedamos, con nosotros mismos.

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