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El proceso de sentarse a escribir logra ser por momentos engañoso. Escribir puede ser una receta casi infalible para expresar ideas y emociones, nos permite muchas veces aterrizar elementos aislados que flotan en la imaginación y darles un sentido de realidad al plasmarlos sobre el papel. O el fondo de una pantalla, que para el caso es lo mismo. Pero hay una trampa escondida en este proceso que no tiene que ver necesariamente con la escritura, sino con la lectura de lo escrito.

No son pocas las ocasiones en las que me he descubierto cayendo en estos peligrosos terrenos, seducido por el canto de las sirenas del ego y la presión de perseguir una percepción que nos seduce. No me refiero exclusivamente a mi caso, porque sé que en mayor o menor medida a todos nos seduce la idea de dejar que sea el concepto de lo que queremos proyectar como escritores a través de lo escrito, lo que guíe nuestras palabras en lugar de que sea el objeto de lo escrito lo que proyecte su propio valor, más allá de la percepción que el que escribe logre causar en el lector.

Sin importar lo que sea que escribimos, desde afamados autores de novelas, copywriters buscando un slogan perfecto, editorialistas de cualquier medio, o la tía de alguien buscando el texto perfecto para acompañar su nueva foto de perfil en Facebook.

En tiempos en el que la realidad modificada a través del filtro de cualquiera de las redes sociales en las que decidimos compartir nuestras vidas, nos vamos haciendo expertos en crear representaciones digitales de lo que somos. De nuestra imagen, personalidad, inteligencia, sentido del humor, de la forma en que vivimos la vida. Aun haciéndolo con la mejor de las intenciones, aun haciéndolo sin la intención expresa de mentir, nos hemos ido convirtiendo en una sociedad que valida una pequeña o gran parte de lo que somos a través de esa representación digital de lo que somos.

Por eso no sorprende que, en el proceso creativo de escribir, el de la pluma ya no está encerrado en las sombras de una habitación, ni circunscrito al escritorio o el silencio de una oficina.

El avatar del escritor. La representación pública de lo que es el escritor. Los que escribimos. El reprimido objeto de nuestros egos. La anhelada percepción que quisiéramos dejar en los demás bajo nuestros propios términos. El deseo irreal de encontrar un espejo a la medida de nuestra presunción.

¿Será posible realmente separar la obra del autor? ¿Habrá quien tenga el valor de emanciparse de su obra de semejante manera? No importa el contexto, el tamaño, el alcance; en mayor o menor medida, quienes escriben (escribimos), entendemos que, en cada palabra, exponemos nuestra vulnerabilidad. La dificultad de la autopercepción. El riesgo interminable de fallar en nuestro objetivo arrastrando nuestro preciado avatar.

El balance es delicado, el riesgo permanente y no existe inmunidad. Lo único que nos queda es escribir el punto final y esperar lo mejor.

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