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La discusión es añeja, pero aún vigente: en la primera mitad del Siglo XX, a raíz de la Revolución Mexicana, existió fuerte movimiento nacionalista en la literatura y las artes. De ahí que las pencas del maguey, el campo, las flores, el indigenismo y la vida popular tomaran parte central en el discurso artístico que, todavía hoy, permanece en el imaginario colectivo de la gente. Es hacia finales de la década de los veinte cuando se suscita una polémica entre escritores nacionalistas y cosmopolitas; los primeros, representados por el movimiento del Estridentismo (cuyo grito de guerra era: ¡Viva el mole de guajolote!), y los segundos, por el grupo Los Contemporáneos, con influencias universales.

En los sesenta, la pugna resurgió ya que en literatura teníamos a los “internacionales”, la llamada Generación de Medio Siglo encabezada por el paisano Juan García Ponce and friends (al igual que el movimiento de La Ruptura, su símil en las artes visuales), versus una recalcitrante política de estado, donde la censura y la represión desembocarían en los trágicos hechos del 68.

A este respecto, dice el editor Huberto Batis: “Tocó al nacionalismo ramplón, demagógico y populista intentar destripar a mi gente de letras [...] En aquellos tiempos oscuros del abyecto diazordacismo, en aquel río revuelto, Gastón García Cantú implantó, desde Difusión Cultural de la UNAM, la represión de todo arte, literatura y pensamiento crítico que no le contara las lentejuelas a la china poblana”.

Lo anterior viene a cuento ya que, en Yucatán, continuamos con la herencia priista en cuanto a políticas culturales, mismas que dictan que el regionalismo y el costumbrismo deben reinar en aras del sacrosanto turismo. Por ello, no es de extrañar que el Gobierno del Estado otorgue primacía a todo lo relacionado con lo folclórico, tradicional y popular, máxime si se trata de lisonjear al amado líder de la federación y a una Secretaría de Cultura cuyo concepto cultural es claro como el agua de nuestros cenotes: “Es lo que tiene que ver con los pueblos”.

No está mal esta directriz per se, si no fuera porque en estos tiempos de austeridad no se puede apoyar a unos sin menoscabo de los otros. Y eso es lo que ocurre en estas tierras de las lajas ardientes, donde cualquier expresión “extranjerizante” se ve rezagada si no contribuye a reforzar la identidad del yucateco (sea lo que esto sea). Como sabemos, somos producto de un sincretismo que abreva de otras geografías, como la española, la libanesa, la coreana, la africana, etc.

Querer vendernos al faisán y al venado, a la trova y a la jarana como propios por decreto institucional no se corresponde con la realidad que vivimos los yucatecos contemporáneos, donde mayas y mestizos cantamos rap, comemos marquesitas de queso holandés, bebemos mojitos cubanos, escuchamos rock, blues y jazz (y próximamente al boricua Ricky Martin). Es tiempo de que las autoridades culturales se abran al mundo, que se importe y se exporte a los mejores talentos (no sólo a los afines al partido). Hay que saltar la albarrada mental que nos limita. Entretanto, ¡que viva el panucho de huitlacoche!

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