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Un homenaje a mi padre y un agradecimiento especial a todos los colaboradores de El Poder de la pluma, los pasados, los presentes y los futuros; que en sus letras viva por siempre su legado.

Escribir es como rezar, uno debe hacerlo por mandato del alma; así pues, aquí vamos: Martiniano Alcocer Álvarez, mejor conocido por mí como “papi” o “papá”, según se tratara de cómo se haya portado: si me compraba el cuento para colorear que religiosamente le pedía en el súper, cuando era niña, ustedes deducirán que era mi “papi”, de lo contrario, era mi “papá”.

La película de su vida estuvo llena de aventuras desde el comienzo; con sólo unas horas de nacido, una tía inexperta, en su natal Valladolid, le da de comer bizcocho remojado en chocolate y providencialmente sale ileso del asunto.

Alrededor de los diez años, huye de su casa, junto con dos colegas, apenas un poco más grandes que él, para probar suerte en el extinto Distrito Federal.

Su meta era llegar al rancho de Pedro Infante, pedirle trabajo y de ahí incursionar como toreros profesionales; apenas llegaron a las inmediaciones de Campeche, los retornaron a la bella “Sultana del Oriente”; buena regañada llevó por parte de su mamá, la abuela Isabel.

Desde chiquillo, habló la lengua de nuestros ancestros mayas con la misma fluidez con la que escribía y dominaba el español, idioma que se volvería una pasión hasta el último día de su existencia.

Hábil comprador de conchas rosadas en “El Despachito”, panadería en el rumbo del Chembech que nos quedaba de bajada del colegio “Educación y Patria” en el que cursaba la primaria; nunca consideró pecaminoso que comiéramos una concha antes de llegar a la casa y almorzar, creo que por eso tengo la esporádica costumbre de comerme un postrecito antes de la comida.

Del estéreo de su coche conocí a Serrat, Les Luthiers, Mercedes Sosa, Facundo Cabral y al mismísimo Beethoven, por decir, sólo algunos. Las libretas de matemáticas, ciencias naturales, e incluso su amada historia, siempre permanecieron libres de su escrutinio, pero, la de español, esa gozaba de toda su atención; cosa que yo disfrutaba porque de ahí desarrollé el profundo amor que profeso a nuestro bello idioma.

Me presentó, a fuerza de cotidianeidad, todas las formas posibles de cuestionar al otro: con dulzura, con honestidad, con precisión, y, su favorita, con el sarcasmo que te provee la sapiencia anticipada de la respuesta.

Desde los siete u ocho años, eso me ha permitido gozar del privilegio de ser “preguntadora oficial” de todo y todos los que me rodean.

Amigo antes que cualquier otra cosa, mi papá dedicó su vida a cultivar lazos filiales con muchas buenas y valiosas personas (imposible mencionarlas a todas); desarrolló ese instinto de existir para y por sus amigos, y, de hecho, tenía la capacidad de hacerlos sentir especiales a todos.

Amante del basquetball, los toros, la música clásica, el verso crudo de Lorca, el café, la fotografía, la luna, la protesta, la ortografía y un montón de cosas emparejadas con la belleza; don Marti, vivió con la intensidad de un niño enamorado de la vida y regaló su sabiduría a todos los que la pidieron.

Ahora te reúnes con la abuela Chabe y don Bicho; que tu herencia de cuantiosos cariños resuene por siempre, papá.

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