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La pandemia, de la forma más imperativa posible, determina nuestra existencia, nuestros vínculos, nuestros trayectos por este mundo, nuestras formas de interactuar con “el otro” y hasta nuestras mismas creencias espirituales se han visto transgredidas por ella. Todo lo ha tocado y nada se le escapa, ni se le escapará.

En torno a esto, uno se vuelve una suerte de filósofo que reflexiona sobre las trascendencias más ontológicas de la vida, por eso quiero escribirles lo que me da vueltas en el pecho y la mente desde hace unos meses: tengo la sensación de que vivimos en un mundo en el que nos faltan muchos; personas que aún no debían morir, ya sea por jóvenes, por gozar de arraigo en nuestro corazón, porque teníamos planes con ellos o porque no nos da la gana de que se murieran, se han muerto.

La humanidad hoy está fracturada, porque se respira el luto, se respira la ansiedad por aquello que no logramos concretar con los que hoy nos faltan; de tal forma que debemos ser conscientes, hoy más que nunca, de ese sentimiento de pérdida que vive en la mayoría de nosotros; conscientes de ese estiroteo que sufre el centro del alma, cuando menos dos o tres veces al día, cuando recordamos que aquella botella de vino que habíamos prometido comprar para el siguiente aniversario, ya no tiene razón de ser; que aquella temporada de nuestra serie de Netflix, ya no la disfrutaremos juntos, o que aquella plática sobre los lugares a los que iremos, apenas pase la pandemia, ya resulta inútil.

Hoy no quiero poner el dedo en la herida, sólo quiero que seamos conscientes que tenemos una llaga, que lo recordemos sin olvidarlo para poder entendernos y entender a los demás; esos demás que como tú han llorado de rabia e impotencia por el que partió antes de lo señalado, porque sólo en esta medida seremos capaces de comprender el dolor propio y el ajeno; sólo así llegaremos a la tolerancia, a la reformulación de nuestra identidad como especie, a la aceptación (tan simple y a la vez tan complicada) de lo que no está en nuestro control y, lo más importante, sólo de esta manera alcanzaremos a sanar a nivel personal y como sociedad.

Una nueva humanidad deberá surgir de la pandemia, una que llevará dolor en la memoria, pero que también, perdonará más fácil, elegirá mejor sus batallas, apreciará más la belleza de lo cotidiano, abrazará el “hoy” como un valioso bien y, honrará, de esta forma, a todos aquellos Antonios, Verónicas, Luises, Octavios, Rosarios, Marcos, Andreas, Marías, Pedros, Palomas, Teres, Ignacios o Leticias (por decir unos cuantos) que tuvieron que morir antes de tiempo para dar lugar a una raza humana más engrandecida.

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