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Verba volant, scripta manent…
Para los creyentes de extracción judeocristiana, o simplemente para los creyentes en la vida después de la muerte, fundamento de toda religión, el más allá se prefigura como un remanso de paz, armonía y eternidad para las almas. En su imaginario, dichos espíritus son capaces de comunicarse con el más acá, trascendiendo esas barreras entre la vida y la muerte intentando comunicarse o por algún motivo no resuelto que les impide descansar.

Pero para los escritores y lectores descreídos, el diálogo con el más allá es una cosa de todos los días, un acto tan cotidiano como lo puede ser despertar, abrir los ojos, estirar la mano y tomar un simple libro de la mesita de noche. Y es que la lectura no es otra cosa sino el diálogo intelectual con ilustres muertos, pensadores y creadores de otras épocas y geografías que, a través de la palabra escrita, intentaron trascender su propia mortalidad.

Después de todo, ¿qué es una biblioteca sino un altar literario erigido para aquellos fantasmas? No son necesarias misas ni veladoras, tampoco una médium, para entrar en contacto con el paraíso hecho de papel y tinta. Estos objetos en apariencia inertes no son lápidas de panteones, ya que en sus hojas se esconde más vida que en muchos que todavía hoy caminan sobre la tierra.

En ese sentido, mientras algún autor o libro se lea no habrá muerto ni será olvidado, pues el interlocutor y depositario de ese conocimiento, después de haber vivido una experiencia transformadora, se convertirá en un memorioso que no dejará que dichas letras mueran. Precisamente ahí radica la importancia de una biblioteca física y no virtual, ya que aunque algunos la encuentren poco práctica para los tiempos que corren, la realidad es que la tecnología del libro aún no ha sido superada.

A botepronto, un símil que se me ocurre es compararla con Netflix: una amplia biblioteca no tiene desperdicio, pues, al igual que en la popular plataforma, el concepto es tener una extensa variedad de temas, autores, géneros y editoriales a disposición del usuario, que un día puede amanecer con ansias de leer poesía y otro, narrativa o ensayo. Máxime si uno es un lector consuetudinario y voraz, la libertad y la capacidad de elegir -sin tener que desplazarse a esos camposantos que son las librerías- es una gran ventaja.

Por ejemplo, en el caso de un escritor o investigador de textos más especializados, tener una biblioteca personal a la mano es esencial, ya que el flujo creador o el ritmo escritural no tiene que detenerse para poder consultar la bibliografía más urgente, por más básica que sea y según la ocasión. Todo lo anterior viene a sumarse ante el posible diálogo con el “más allá” literario, esa zona de abstracción donde perviven las imágenes, las ideas y las sensaciones estéticas, ese espacio donde con cincel y martillo uno va tallando un universo metaliterario que, sin importar la creencia de la que se trate, nos permite comunicarnos con nuestros muertos, tal y como reza el latinajo del epígrafe: las palabras vuelan, lo escrito permanece…

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