Diputados y diputadas groseros
Daniel Uicab Alonzo: Diputados y diputadas groseros
La mayoría de los actuales diputados eran jóvenes (o niños) cuando hace 33 años ocurrió un hecho sin precedente en México: el primero de septiembre de 1988, el presidente Miguel de la Madrid rendía su último informe cuando el senador Porfirio Muñoz Ledo, del Frente Democrático Nacional (FDN), que derrotó al PRI en la Ciudad de México, se levantó de su curul y gritó: “con su permiso, señor presidente”. Enseguida, relatan las crónicas, surgió un griterío de la bancada priista, los panistas agitaron boletas electorales alegando fraude, mientras la bancada del FDN abandonaba el recinto de San Lázaro. Algún priista (dicen que el entonces gobernador de Quintana Roo, Miguel Borge Martín) intentó patear a Muñoz Ledo, que seguía reclamando el uso de la palabra, y otro (el gobernador de Aguascalientes, almirante Miguel Barberena Vega) trató de tomarlo o lo tomó por el cuello.
Ese suceso marcó el fin del llamado “Día del Presidente”, cuando sólo se les interrumpía para aplausos y ovaciones de sus corifeos. Desde entonces, los mandatarios tuvieron que aguantar no sólo interpelaciones, sino descortesías que derivaron en que ya no fueran a rendir su informe en el Congreso de la Unión. Estas conductas de los “representantes de los ciudadanos” (es un decir) han escalado con los años al punto de que, ahora, las burlas, el lenguaje soez, las pancartas con textos vulgares, las agresiones y leperadas son “parte de la pluralidad”, según justifica una legisladora en alusión a los adjetivos y descalificaciones que dominaron en la aprobación del Presupuesto de Egresos 2022.
Más allá del “agandalle” (para bajarnos a la altura de los legisladores) del presupuesto y los recortes a órganos autónomos, ampliamente difundido, lo que ocurrió en la Cámara baja debe avergonzarnos como mexicanos porque ¿esos diputados merecemos?, ¿los elegimos para representarnos así en la más alta tribuna de la nación? Cierto que al calor de las discusiones se exaltan los ánimos, pero no se debe perder la cordura ni la más elemental decencia, como sí hicieron varios diputados y diputadas (aquí vale la precisión de género). Qué pena. Me pregunto qué les dirán a sus familias para justificar esas conductas dignas de gamberros.
De ese nivel es el debate en la Cámaras de Diputados, donde a los funcionarios que comparecen o acuden voluntariamente les “hacen ver su suerte”. Es como invitar a alguien a nuestra casa para denostarlo o agredirlo verbal y físicamente. Atrás queda el intercambio civilizado y decente que debería imperar en quienes, se supone, abordan los grandes temas de la nación, legislan para el bienestar del pueblo y deben ser ejemplo con su comportamiento.
Hay, sin duda, un grave retroceso en la actividad parlamentaria, en vez de darle lustre a sus cargos, los denigran; los políticos han involucionado en detrimento de la vida democrática, no sólo porque se abusa de la mayoría para apagar la voz de sus pares, sino también porque se desalienta el debate de altura, la construcción de acuerdos. Lamentablemente, todo esto es alentado por “ya saben quién”.
Anexo “1”
Una respuesta de altura
Me gusta recordar el siguiente episodio ocurrido el 12 de septiembre de 1996 en la Cámara de Diputados. Óscar Camacho, de La Jornada, lo cronicó así:
El secretario de Gobernación, Emilio Chuayffet, estaba a punto de terminar su comparecencia. Enérgico en cada una de sus respuestas, alcanzó momentos brillantes. Mandón, se enfilaba a cerrar con broche de oro, hasta que el diputado Adolfo Aguilar Zínser quebró la secuencia con sólo dos preguntas.
--Señor secretario, ¿a quién debería responsabilizar este Congreso por las operaciones militares contra los grupos que usted califica como terroristas?... Y también quiero que me diga si está usted, como secretario de Gobernación, el Presidente y su partido, preparados para entregar el poder a la oposición en 1997.
El rostro de Chuayffet se endureció. Desde lo alto del estrado le replicó a Aguilar Zínser que su discurso y forma de hacer política eran “dignos de la siquiatría”, le llamó“tránsfuga de partido”', “político incoloro”', “Savonarola”, “macartista”'. Prácticamente lo acusó de traicionar a Cuauhtémoc Cárdenas cuando le dijo que hay políticos que también cometen fraude al seguir a un líder y después denostarlo con “libros arteros”', para terminar recriminándole que fuera al extranjero a ventilar los asuntos de corrupción en el país.
Las palmas brotaron de las decenas de funcionarios que coparon el Salón Verde del Palacio Legislativo. “Eso, señor secretario, así se contesta”, diría un senador priista, antes que Aguilar Zínser usara el derecho de réplica que por vez primera se concedió a los legisladores en las comparecencias. Tomó aire y le dijo a Chuayffet que los términos en que se refirió a su persona son “reveladores de la mentalidad del gobierno. Si usted cree que yo encajo en esas descripciones, entonces está usted preparando un Archipiélago Gulag. ¿Va usted a mandar a sus disidentes políticos a hospitales siquiátricos, señor secretario, como lo hizo el totalitarismo soviético?”, señaló Aguilar Zínser.
“Yo, señor secretario, vendo mis conferencias porque de eso vivo y vivo honestamente. Yo no vendo al país en Estados Unidos, yo no vendo la soberanía de México en Estados Unidos, yo no vendo la independencia, yo no vendo la dignidad... Yo no seré intimidado para dejar de ejercer mi libertad de expresión... Lo invito a dejar su actitud de confrontación, señor secretario, y de descalificación personal...Yo a usted lo respeto, no lo descalifico personalmente, y no le admito a usted descalificaciones a mi persona''.
A partir de entonces, Chuayffet perdió el tono, el gesto enérgico... Dio la impresión que la comparecencia hubiera terminado ahí para el titular de Gobernación. (…) Fueron 240 minutos en los que diputados y senadores, principalmente de la oposición, se enfrascaron con el funcionario en un duelo de preguntas y respuestas sin tregua. Cada uno con su visión de país, cada uno con sus argumentos y sus convicciones.
Así era antes.