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Se esfuman los días del receso de verano; quienes tuvieron la fortuna de visitar alguna playa estarán retornando a la ciudad y añorando la vista de sus bellos atardeceres. Se sabe que frente al mar la vida se ve de otra manera, las horas pasan al compás del leve soplo de la brisa y de las olas, el ambiente es inexplicable, la vida no sabe a sal, sabe a paz y armonía. Si lees, ese libro se disfruta mucho más, si escuchas música la experiencia es distinta; en fin, el mar tiene la magia de hacernos sentir por unas horas o unos días la calma y la sensación de alejarse de la vida cotidiana tan rutinaria y tan estresante que a veces llevamos.

Regreso a la ciudad y parece que esa paz y calma se quedaron ahí, entre los granos de arena y la espuma de la orilla del mar. Los pendientes laborales y del hogar comienzan a poblar el tiempo nuevamente; recurro un día a la televisión, hace mucho que no tengo canales de paga no solo porque me resultan totalmente innecesarios, pues no tengo tiempo para verlos, sino por lo poco que ofrecen de calidad en su programación.

Me sorprende ese día encontrarme con una buena oferta en los canales abiertos de programas valiosos sobre arte, cultura, cine y literatura. No se extraña ni son tan necesarias las plataformas de series y películas. Veo cine mexicano de los años veinte y es mucho mejor que las películas que ofrecen en esta temporada los cines. La televisión, que casi ya nadie mira, parece ser un buen escaparate para cultivar nuestro pensamiento y nuestro bagaje cultural. Irónico que eso suceda cuando ha sido desplazada por las redes sociales, el Netflix y otros similares.

Sin embargo, la televisión no escapa de enfrentarnos también a nuestra realidad. La noticia del tiroteo en El Paso, Texas, perpetrada por un joven de apenas 20 años de edad y que acabó brutalmente con la vida de más de veinte personas, la mayoría mexicanos, y otras noticias de asesinatos, mujeres desaparecidas o violadas, me hacen sentir muy pero muy lejos de esa calma que hace unos días apenas me ofrecía el mar.

La violencia desenfrenada está presente todos los días y no es para pasar por alto, principalmente porque las víctimas o los victimarios son muy jóvenes. El racismo y la xenofobia están generando un odio irracional que nos ha entumecido la empatía y el sentimiento de molestia y de coraje ante estos hechos. Ver gente asesinada está tan normalizado en nuestras vidas que nos da igual si son veinte o cien, si es aquí en México o Estados Unidos.

¿Qué tendrá el mar que pensamos que ahí todo es posible? Yo creo que, como dice Pablo Neruda: “Necesito del mar porque me enseña:/ no sé si aprendo música o conciencia:/ no sé si es ola sola o ser profundo”. Lo único que sí sé es que cómo no añorarlo, si frente a él lo único que se ve es un horizonte de esperanza.

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