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Si Edith Eger no se hubiera decidido a escribir y exorcizar los demonios de su terrible pasado no tendríamos la oportunidad única de leerla en “La bailarina de Auschwitz”, su testimonio de vida en los campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial donde cada día de los que estuvo ahí desafió a la muerte encarnada en Josef Mengele, conocido por sus experimentos y exterminios en las cámaras de gas.

Si han tenido la oportunidad de leer “El diario de Ana Frank”, sin duda la historia de Eger es la de la Ana adolescente; fue llevada junto con su familia a Auschwitz y rescatada años después de manera milagrosa por un soldado estadounidense. Edith narra una vez convertida en psicóloga clínica y discípula del neurólogo, psiquiatra y filósofo Viktor Frankl, fundador de la logoterapia y autor de “El hombre en busca de sentido”.

Estar tan cerca de la muerte hace amar más la vida, aferrarse a ella entre el dolor, el hambre y la desesperanza como lo hizo Eger, quien desafió a la muerte más allá de los campos de concentración.

Superar los traumas de su pasado en los años posteriores a la guerra fue su catalizador para ayudar a otros a enfrentar y sanar sus cicatrices emocionales, aquellas que casi nadie está dispuesto a encarar, porque el dolor del pasado para algunas personas que viven episodios traumáticos se convierte en el monstruo que acecha permanentemente.

Para Eger la vida cobró sentido encarando a la muerte; ahora ayuda a otros a entender que las emociones y sentimientos son las manifestaciones de que estamos vivos, que no podemos cambiar algunas circunstancias de nuestra realidad, pero sí la forma en que las asumimos y las aceptamos; la actitud que tomó ante la realidad que le tocó vivir fue lo que mantuvo a Edith con vida, pues incluso los momentos más insulsos y dolorosos son oportunidades para experimentar esperanza, optimismo y felicidad. “La vida mundana también es vida”.

Entre las páginas de este libro hay más que una historia de supervivencia propia, la de Eger es una guía para mirar la vida desde los ojos clínicos de una experta en vivir y trabajar con el dolor.
Ella misma afirma que el diagnóstico más habitual de sus pacientes no es la depresión ni el estrés postraumático, sino el hambre. “Hambre de aprobación, de atención, de afecto. Tenemos hambre de libertad para aceptar la vida, conocernos y ser realmente nosotros mismos”.

Estos son los males de este siglo, y aunque pocas experiencias se podrían comparar con las experimentadas por las víctimas del Holocausto, la autora no pretende victimizarse, sino ofrecer como una opción una forma distinta de mirar la vida, que por supuesto conlleva la valentía de desafiar a la muerte y al dolor como algo humanamente posible, necesario y vital.

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