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Es necesario contar con escapes cotidianos, pequeñas actividades personales que prometan traer sosiego ante lo desgastante que puede resultar la rutina diaria. Si pensamos en el trabajo como concepto social, está de más decir que se ha romantizado la idea. Se habla de personas trabajadoras entregadas a su labor, pero poco se dice del hartazgo que viene con ello. ¿Por qué no podemos quejarnos?

Dentro de los primeros años de conciencia madura, observamos a nuestros mayores como ejemplos a seguir. Sabemos que eventualmente asistiremos a un espacio en el cual pasaremos la mayor parte de las horas del día y haremos algo; por todo este esfuerzo recibiremos una cantidad de dinero que nos permitirá comprar tales o cuales cosas para sobrevivir y darnos gusto. Es un ciclo, sí; uno necesario.

En “El empleado del correo”, del autor belga Jacques Sternberg, encontramos un retrato familiar y una situación que podemos considerar reprobable, pero que finalmente aceptaremos como la capacidad de sobreponerse a las obligaciones: un escape.

Nuestro personaje es un hombre que labora en la oficina de correos. Su labor, en la que “recibía, canjeaba, entregaba, anotaba, estampillaba, sellaba y firmaba cartas”, la realizaba con la parsimonia de quien lleva diez años perfeccionando movimientos que ahora resultan naturales. Su actitud era adecuada, y quizá demasiado perfecta; ninguna queja había llegado en su contra en los diez años que llevaba en el puesto.

Sabemos que la rutina puede resultar agobiante. Hacer las mismas tareas todos los días, todas las semanas y todos los meses puede crear una grieta en la paciencia, llevándonos a buscar oportunidades para romper el ritmo y tomar descansos necesarios. ¿Qué ocurre cuando estos mecanismos anti-rutinarios cruzan todos los límites posibles?

El empleado del correo ciertamente se hartó y su protesta silente, y peculiar, saca sonrisas de la misma forma que genera preocupación. “Un delito cotidiano”. ¿Qué hacía? Todos los días al terminar su jornada, tomaba un fajo de cartas al azar y las introducía en el bolso. Al llegar a casa, las esparcía en la mesa y pasaba toda la noche en vela leyéndolas y contestándolas con la seriedad de quien sabe que el arte epistolar no sobrevive sin respuestas.

Era un delito, claro. Pero hay algo encantador en la idea de recibir una respuesta escrita con el esfuerzo consciente de quien, sin conocernos, nos dedica lo más preciado que tiene: su tiempo y sus palabras.

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