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En ocasiones cuando requiero un descanso mental, miro con detenimiento cualquier escena que se encuentre cerca de mí. Abro grandes los ojos y dejo de vislumbrar mis pestañas para dar paso a una visión más amplia de lo que observo. Me dilato en un intento por concebirlo todo sin mover la cabeza, porque eso es trampa. El ejercicio debe ser perfecto y si muevo el cuerpo, habré fallado. Solo los ojos trabajan para agrandarse y tender un puente interior hilado con el cerebro para que los pensamientos fluyan. Observo con la nitidez de un ojo miope y estoy ahí, con los ojos abiertos, viendo nada más que lo borroso de la existencia frente a mí. Esa no es la hazaña.

El logro real viene de que, a mayor observación, mayor borrosidad y por ende, la mente se aturde y despliega ejércitos de pensamientos a través de los ojos, proyectándose hacia la nada en una limpieza afortunada. La calma mental se lleva muy bien con los ojos abiertos. Otros lo llaman “hacer bizco”.

Czeslaw Milosz, gran poeta polaco, aborda en su poema “El paisaje”, la unión entre una escena y un mensajero. ¿Cuál es la relación? Si bien pudiera carecer de un punto de encuentro, sus versos logran llegar a puerto seguro en una urgencia por atestiguar con palabras todo aquello que existe por naturaleza divina y que nadie rescata con un uso de letras adecuadas al evento.

A manera de ejemplo, la voz poética dice que, “El paisaje no necesitaba nada excepto glorificación. Excepto mensajeros reales que trajeran sus dones: un nombre con un atributo y un verbo inflexivo.” ¿Es acaso una invitación para colgar palabras en todo aquello que existe frente a nosotros? Bien merece la pena que la barda de enfrente reciba tres versos que alaben su capacidad de resistencia porque el tiempo desgasta y las grietas de cemento que la componen lo saben.

O como también se menciona en el poema, “si al menos un solitario pastor grabara cartas en una corteza.” ¿No sería este un precioso ejercicio? Existen paisajes que aguardan por nuestros ojos, y que bien podrían también vestirse con nuestras palabras. Basta observar, tender ese puente que nos una con lo que consideramos ordinario, y resignificar en un intento porque la poesía nos lleve hacia una sensibilidad que se sienta como respiro.

Los paisajes esperan nuestras miradas y letras, tendríamos que ofrecerlas como un gesto de humildad hacia un mundo que nos permite habitar entre sus venas. Basta observar, desconectarse, ser mensajero de lo hermoso.

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