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En la entrega anterior vimos cómo los líderes de la Revolución Mexicana no contemplaron el reparto de tierras conforme a lo estipulado en el Plan de Ayala. Una ironía de la tragedia zapatista es precisamente su creencia en la palabra escrita, mientras que la historia oficial evita que el nombre de Emiliano Zapata comulgue con el papel y la tinta. Zapata cree en el valor del documento como tal, resguarda los títulos de propiedad que datan de la época de la Colonia, donde queda asentado el nombre de los verdaderos propietarios de la tierra. Zapata dicta, escribe, pone sus ideas en papel, remite cientos de correos, cartas, telegramas, exige y recuerda a través de la escritura.

La base de su demanda descansaba en esos amarillentos pedazos de esperanza, en esas cartas frenéticas que escribió a todos los líderes revolucionarios exigiendo el cumplimiento del Plan de Ayala, en esos telegramas enhebrados en la rabia e impotencia ante el silencio y la sordera. Miles de hojas sostienen el santoral revolucionario, ese paraíso literario que expulsó a la única voz de los campesinos. Una novela forjada con la piedra de la tristeza, aquella desolación que sólo César Vallejo, ese terco poeta peruano, supo cantar. Así, la voz narrativa que intenta interpretar esa vida interior de Emiliano Zapata, suelta sin mediar cursivas ni comillas la vena vallejiana: Nómina de huesos, ¿Y si después de tanta palabra no sobrevive la palabra?, de todo ello son testigos los días claros y los huesos húmedos, entre otros.

Un silenciamiento que permanece bajo el pretexto de cumplir con su exigencia de un reparto de tierras lúgubre, terrenos asentados en las laderas montañosas y áreas agotadas ante la depredación del hacendado. Esos especuladores de la tierra cambiaron los cañaverales por fraccionamientos a finales del siglo XX. En Yucatán atestiguamos este despojo durante el gobierno de Patricio Patrón Laviada, quien, bajo el pretexto de asegurar el patrimonio de los campesinos yucatecos, dividió los ejidos con miras a simplificar el proceso de compra de los constructores, ya sin el proceso tardado de las asambleas ejidales, las comisarías meridanas, como Dzityá, se quedaron sin tierras de reserva para el crecimiento urbano.

Se fueron las grandes haciendas, la desbrozadora y el látigo, sin embargo, su lugar lo ocuparon los fraccionadores que lentamente han convertido las ciudades en grandes bloques de concreto, miles de casas que crecen desbocadas sin que ninguna autoridad municipal las regule, a precios exorbitantes para cualquier trabajador, campesino o profesionista, más que a través de las nuevas tiendas de raya: los créditos bancarios. El sueño zapatista de tierra y libertad nuevamente cortado de tajo, nos quedamos sin un pedazo de tierra donde acomodarnos en las noches exhaustas. Como toda demanda de justicia social en México, acabó con una traición y una bala originando el insomnio de miles de mexicanos agazapados bajo la sombra del hambre y el desalojo.

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