'La santidad es gracia, es comunión íntima con Dios'
Este 1º de noviembre de 2015 se celebra la Fiesta de todos los santos.
Muy apreciados en Jesucristo Nuestro Señor:
“Nuestro ánimo y nuestra alegría se fundan en la certeza de que nada puede apartarnos del amor de Cristo”. Estas palabras de la Madre Teresa de Calcuta -inspiradas en la Carta de san Pablo a los Romanos, 8, 39- nos sugieren la hermosa perspectiva que para los cristianos significa alcanzar la santidad, y nos da en su justa dimensión la razón por la que la Iglesia propone como modelos a los santos: Hombres y mujeres que comprendieron el Evangelio en el sentido que precisa san Ignacio de Loyola: “El amor se debe poner más en las obras que en las palabras”.
La palabra santo (proveniente del latín sanctus) en un principio expresaba la idea de segregado, separado, y de ahí que se concibiera lo santo como algo inviolable, intocable, tanto con relación a cosas y lugares como a personas unidas a lo divino o al culto. Posteriormente, se designó asimismo a personas dignas de veneración por su integridad moral, virtud y piedad religiosa. En el lenguaje formal católico se designa como santos a los cristianos que han vivido la fe cristiana de manera extraordinaria y ejemplar mediante actos de amor a Dios y al prójimo y a los que oficialmente se les ha reconocido ese título a través de un procedimiento canónico.
1. La santidad
Pero el concepto de santo significa -en el ámbito de la gracia divina y del llamado universal a la santidad- pertenencia a la esfera de Dios: “Sean ustedes santos, pues yo, el Señor su Dios, soy santo” (Lev 19, 2).
Así, la santidad es gracia, es don, es compromiso moral, es comunión íntima con Dios. Por ello al aspecto teológico de la santidad debe corresponder la respuesta antropológica sin la cual la santidad no sería humana sino algo mágico. Y eso lo vemos en las bienaventuranzas, síntesis eficaz y kerigmática de todo el cristianismo.
La santidad cristiana es plenitud de la fe y de la gracia; es la celebración de aquellos que en su vida nutrieron una disponibilidad del corazón que se abre, acepta y colabora generosamente a la acción admirable de Dios por medio de su Espíritu. Es el sello y culmen en la dimensión de la fe que se desarrolla en medio de tensiones.
San Máximo, el Confesor, distingue tres fuerzas que tensionan al ser humano:
- La autonomía: que encapsula a la persona en sí misma;
- La heteronomía: que es la voluntad demoníaca que arrastra para esterilizar la libertad humana.
- La teonomía: que es la santidad, que de ninguna manera es sumisión pasiva, sino comunión, amistad: “ya no les llamo siervos, sino amigos” (Jn 15, 15).
“No soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 20).
Dios nos ama gratuitamente y su amor provoca, suscita y estimula el amor libre de nuestra respuesta abriéndonos caminos seguros para llegar a ser santos.
Frecuentemente se piensa que los santos son solamente aquellos que la Iglesia ha canonizado y a los cuales nosotros veneramos en sus respectivas fiestas (la Santísima Virgen María, los santos apóstoles, san Francisco de Asís, san Felipe de Jesús, etc.). Ellos son santos y la Iglesia, con la autoridad del Magisterio, nos enseña que ya gozan de Dios en el cielo y, por sus virtudes heroicas o su martirio comprobado, nos son propuestos como ejemplo de vida; pero, recordemos que la palabra santo también se aplica a todos aquellos que sin que conozcamos sus nombres han llegado al cielo y están ya en la presencia de Dios. Pero esto no es todo, san Pablo en la Carta a los Romanos llama santos a todos los fieles que luchan en este mundo por obtener la salvación y viven con alegría el mensaje del Evangelio. Así, santo puede ser:
- • aquel o aquella que existe para Dios
- • aquel que da testimonio de fe y de amor con el derramamiento de su sangre
- • aquel que obra con una convicción transformadora, de tal manera que motiva a otros a imitarle;
- • aquel que ha roto la resistencia de la naturaleza y ha levantado la humanidad hacia nuevos destinos. Es alguien que vive de Dios y para Dios, se siente arrastrado por esa fusión.
Decía san Bernardo:
El primer deseo que promueven en nosotros los santos es el de gozar de su compañía... El segundo es que como ellos también a nosotros se nos manifieste Cristo, que es nuestra vida... Y el tercero: más para que lleguemos a participar de la gloria y aspirar a tan gran felicidad, debemos desear también en gran manera la intercesión de los santos para que ella nos obtenga lo que supera nuestras fuerzas, en orden a su imitación (cf Sermón 2, 5 [968] 364).
2. La comunión de los santos
En la última parte del Símbolo de los Apóstoles confesamos nuestra fe (“Creo...”) en la comunión de los santos. Probablemente no nos hemos detenido a pensar qué es lo que entendemos por comunión en este sentido, ni qué caso tiene el hablar de la comunión con los difuntos si en este mundo ya no vemos a los que han muerto, o a quiénes nos referimos cuando utilizamos la palabra santos.
Al hablar de comunión no nos referimos a una mera sociabilidad, cercanía o colaboración, sino que expresamos un reconocimiento y apertura a esa realidad de la gracia de Dios que tiene su origen en el amor del Padre y que se realiza en Cristo, en virtud de ese mismo amor. Es decir a la íntima familiaridad que existe entre todos los hijos de Dios. Por lo tanto, esta comunión no nace de reflexiones ni de ideas humanas, sino del hecho de que Dios nos ha adoptado como hijos suyos y nos hace participar de su vida. En pocas palabras, la comunión nace del hecho de que por estar unidos a Jesucristo, todos somos hermanos en El y todos somos hijos del único Dios: Un solo Señor, una sola fe, un solo Dios y Padre (Ef 4, 5-6).
De tal manera que al hablar de la comunión de los santos nos estarnos refiriendo a la unidad que Jesucristo establece entre todos los que en El somos hijos de Dios. Esta unidad se expresa y realiza de modo insuperable cuando los hermanos nos reunimos en la celebración de la Misa y participamos del Banquete Eucarístico, anticipación del banquete que se celebrará eternamente en la casa del Padre.
No olvidemos que esta misma unidad se vive en el servicio a los más pobres, lo cual se debe hacer de un modo organizado y ministerial, de tal manera que en la ayuda a nuestros hermanos más débiles se vea claramente que el cuerpo de Jesucristo es uno y no está dividido.
Nuestra comunión también nos impulsa a pedir por todas aquellas personas que después de haber muerto aún no están en el cielo y necesitan de purificación, de modo que con nuestras oraciones y sacrificios se haga más breve su estancia en el purgatorio.
Queridos hermanos y hermanas: que esta solemnidad de todos los Santos sea para nosotros un aliento en nuestra vida, y que después de vivir nuestro compromiso bautismal de ser propagadores de santidad en nuestra familia y ocupaciones podamos al fin de nuestras vidas escuchar de Nuestro Señor Jesús: “Dichosos... de ustedes es el Reino de los Cielos” (cf Mt 5, 10). Porque, “ninguno de nosotros vive para sí mismo ni muere para sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. De manera que, tanto en la vida como en la muerte, del Señor somos. Para eso murió Cristo y volvió a la vida: para ser Señor tanto de los muertos como de los vivos” (Ro 14, 7-9).
Con mi plegaria y bendición.
† Emilio Carlos BerlieBelaunzarán
Arzobispo Emérito de Yucatán