Inmortalizando el amor

Breviario lector, columna de Patricia Carillo Padilla.

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Uno de los poderes más humanos de la literatura es la trascendencia. Escribir y dejar para la posteridad lo que uno piensa, siente o vive se convierte en una herramienta para expulsar el desasosiego que podemos atravesar en diferentes momentos de la vida. Si además esta faena incluye soltar físicamente un amor que ya no está, todo lo dicho cobra nuevas dimensiones, convirtiéndolo al mismo tiempo en algo tan personal y tan público, en todo el sentido de la contradicción.

¿Cómo es despedirse del ser amado? Si incluso en vida es complejo cuando toca retirarse sin estar seguro de querer hacerlo, esto es aún más doloroso cuando interviene la muerte. Y la literatura, en este caso la poesía, no es ajena a ella. Hace unas semanas se presentó en Mérida el poemario “Espérame” del artista Fernando Ávila Prado, un canto a la perpetuidad del amor que ha trascendido al plano eterno: su esposa Julia María, una mujer reconocida y apreciada por toda la comunidad progreseña y más, que partió de este mundo hace unos años.

Desde el prólogo, el escritor Edgardo Arredondo Gómez es claro con el retrato de Ávila Prado: está inmerso en un duelo, pero manteniendo con vida a la maestra Julia a través de sus pinturas y poesía, haciendo que trazos y letras conformen la identidad de quien fuera en vida la mujer que ama.

Son decenas de textos breves, a la usanza del ritmo realista, en donde el poema homónimo al título señala: “Última noche de invierno/ e inicio de primavera./ Se intensifica el infierno,/ la muerte impasible espera”, confluyendo el contraste de semántica y emociones, de palabras que en otro contexto referirían a la esperanza y que, en este entorno, dan inicio al desfile lúgubre de la verdad inevitable: la muerte, una tan dolorosa para los vivos pero que, aun así, no daña el sentimiento que existe: “y en dulce abrazo fundidos/ nada habrá de separarnos./ Tras esos astros perdidos/ lograremos ocultarnos”: la despedida únicamente es física, porque lo que se experimenta tan genuino en el sentimiento es inmortal.

Tras leer este libro percibes que la intención nunca ha sido metaforizar el mensaje codificándolo de forma complicada; lo explícito del desapego presencial y la añoranza por la nostalgia son manifiestos. Como en “El gaitero viudo”, que desde el título sigue la línea temática entre el autor y su inspiración, culminando con este golpe de realidad: “Silente la cornamusa./ Mudo también el pandero./ Llora callado el gaitero,/ porque se murió su musa”, un choque fuerte pero que, con el sonido de las palabras, adquiere un rol conmemorativo.

Despedirse de quien se ama es una experiencia que nadie en su sano juicio querría experimentar a voluntad; sin embargo, es algo por lo que difícilmente se escapará cualquier ser humano. En vida, esto puede pasar por malas decisiones, cobardía o una no correspondencia inevitable, pero, cuando esta separación se da a través de la muerte, ¿qué nos queda y cómo lo afrontamos? No hay respuesta, sólo hay literatura.

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