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A Leíto

Lo que amo de las palabras, es su capacidad para manipular el tiempo. Lejos de romantizar el arte de la escritura, acudo a él como espacio seguro sabiéndolo refugio. A tiempos las palabras amontonadas que juntas son oraciones, y consecutivamente páginas y luego libros, pudieran sentirse como una mala broma de las circunstancias, o si acaso una casualidad reconfortante. No se sabe en qué punto se dará el encuentro que promete romper todas las leyes de lo que entendemos como ciencia, pero conocemos la capacidad que tienen las palabras del pasado para convertirse en espejos atemporales.

Hay novelas en las que no queremos mirarnos, frases que hubiéramos deseado no leer y versos que quisiéramos olvidar porque nos hablan al oído. Nos espían, conocen las debilidades del alma y aguardan ocultas en las comisuras de los labios esperando por esas lágrimas que tarde o temprano soltaremos.

Otros encuentros resultan fortuitos; amables. Como el poema Invictus de William Ernest Henley, que en el pasado llegó a mí en un tiempo incompatible y sentí muy poco porque me quedé en la superficialidad de su belleza. Entonces decidí guardarlo en el cajón mental de los poemas a los que regresaría eventualmente con mejores herramientas y usando las gafas de los años para mirar desde ángulos nuevos; vuelvo a él.

El reencuentro dolió y me supe acechada. Después de recuperar el aliento y sentir cómo el nudo del estómago se deshacía apacible, encontré que esa alma sin miedo de la cual se habla en el poema, no era la mía; sino la de quién recientemente se ha ido. Leoncita. De pies ágiles al caminar y dedos fuertes, de carcajada pronta y un hablar preciosamente infinito.

Henley escribió específicamente para ella. No lo sabía, por supuesto, porque uno no sabe para quién escribe ni quién se apropiará de los versos; mucho menos quién les dará vida. Pero no tengo duda alguna de que justamente estas palabras corrieron por sus venas aún en los instantes finales donde lejos de miedo y dudas, ella transitó entre certezas y promesas de una nueva vida. “Soy el amo de mi destino, soy el capitán de mi alma”.

Ama y capitana de su alma, Leo creó un camino de vida memorable y supo sortear con el corazón en la mano y la sonrisa en la cara, todo cuanto estuvo frente a ella. La felicidad y la tristeza, las ausencias y las presencias, lo difícil de mirar y lo que brillaba ante sus ojos: sus hijos. Ésta era ella. “Doy gracias al Dios que fuere por mi alma inconquistable”.

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