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La ausencia física no nos limita de la presencia en el alma, la estadía de los seres queridos a nuestro lado no se define únicamente por el tiempo compartido en la presencia de los cuerpos, va siempre más allá, pues la unión de los seres humanos trasciende de lo material a lo espiritual, y según diversas culturas, esa presencia permanece de manera constante a través de las generaciones.

En estos días de muertos -donde la tradición se entremezcla con la mercadotecnia cultural y se confunden los principios de la creencia con los valores de uso y de cambio-, es común observar una diversidad de manifestaciones culturales que nos recuerdan que somos los seres humanos quienes damos sentido a la existencia. Esto ha sido tema de debates filosóficos durante siglos y, por ejemplo, el existencialismo de Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir estipulaba que la existencia precede a la esencia, reafirmando lo mencionado sobre el papel del ser humano a la hora de definir su conciencia y razón, siempre en el ejercicio de sus actos.

En un sentido mucho más sensitivo, los sentidos guardan memoria de aquello que nos causó emoción, sea tristeza, alegría, júbilo, dolor, deseo y mucho más, pero siempre relacionado a la interacción con otro ser, ya que la memoria no sólo es el recuerdo de los hechos, sino, sobre todo, las emociones que acontecimientos determinados nos provocaron. La presencia ausente es una forma de continuidad inmaterial de las emociones registradas en nuestros sentidos, así como en nuestra psique, aunque en muchas ocasiones se oculte en lo profundo del inconsciente.

Asumir la muerte, tanto la propia como de la otro ser humano, nos enfrenta a un conjunto de ideas heredadas a través de los siglos y reproducidas por las diversas culturas del mundo, en estas hay similitudes y también infinita variedad, pero, sin lugar a dudas, todas y todos tenemos algunos pensamientos que reforzamos con el paso de los años y la interacción social que hemos desarrollado en nuestras vidas, y claro, estas percepciones son determinadas, en muchos casos, por los contextos específicos de la sociedad a la que pertenecemos. Por eso, en países como México, con su gran herencia de los pueblos originarios y la mezcla con las ideas occidentales, la muerte reviste desde ideas filosóficas hasta prácticas arraigadas que determinan los comportamientos humanos.

La búsqueda de una explicación del mundo, de la vida, y por tanto de la muerte, se ha mantenido en la historia humana a través de los siglos, aunque hoy, con el reconocimiento cada vez mayor de la diversidad cultural, ya no es posible hablar de una explicación y sí es necesario hacerlo de una multiplicidad de explicaciones, sin que esta diversidad signifique abrazar una relatividad total que se sujeta a la falacia de la posverdad, o dicho de otra forma, esa misma diversidad es la reafirmación de que el ser humano como especie y como ser social presenta continuidades que determinan sus concepciones sobre sí mismo a pesar de las diferencias de espacio y tiempo, esto, sin negar la pluralidad y sin obviar que somos todas y todos seres humanos.

Lo cierto, es que en estos días, cuando esperamos la visita de aquellos difuntos que extrañamos y cuya presencia sentimos aún a nuestro lado, la vida toma otra dimensión mientras reflexionamos sobre ella, y sobre las formas de esa ausencia presente que nos siguen marcando la existencia terrenal.

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