La fábula de los ciegos
Julia Yerves: La fábula de los ciegos
Cuando el turno de la palabra nos designa como los siguientes a opinar podemos estar en un terreno desconocido. Y es que en estos días, tras los vientos que corren de prisa entre cambios de hábitos y de estructura, pareciera que todo aquello que deseamos decir debiera ser pasado primero por un filtro sensible nunca utilizado. Nos gusta hablar, y nos gusta hacerlo de una manera elegante, casi artística. Queremos que nos crean.
Opinar es un derecho y también un ejercicio que enriquece las relaciones sociales. Pensémoslo realmente. Estamos acostumbrados a emitir nuestras ideas tras una aclaración de la garganta y un intento por entonar y pronunciar cada palabra de la forma correcta con el objetivo de sonar convincentes. Cualquier que nos escuche podría creernos. Ahora, ¿qué tanto de lo que decimos es cierto? Y, ¿por qué tendríamos que opinar? Hay quienes dicen mucho más callando.
En “La fábula de los ciegos”, un cuento precioso del autor alemán Hermann Hesse, conocemos la historia de un hospital de ciegos situado exactamente a un lado del hospital de sordos. Ambos, de forma irónica, se complementan. Lo que unos no pueden ver, los otros pueden oír, y viceversa. La organización, como todo en la vida, tenía su encanto para funcionar. Los ciegos habían desarrollado una habilidad para poder distinguir con sus dedos el valor de las monedas, y también señalar la región del vino que tocaba en el día con tan solo una olfateada profunda. La armonía, que pronto se vería comprometida, reinaba plácidamente.
De pronto, uno de los ciegos en cuya sangre latía el liderazgo de la razón incuestionable, comenzó a opinar sobre algo que nadie en aquel hospital podría descartar como falso: el color de las ropas. Empezó a ganar seguidores que afirmaban con la boca llena de argumentos hurtados, el hecho de que las ropas de todos los ciegos eran blancas. La rebelión, naturalmente, nació ante la sospecha de que no era ese el color, sino el rojo. ¿Cómo se opina sobre algo que no se ve?
Los bandos de ciegos se hicieron evidentes. Por un lado, quienes creían aún en el “dictador sabio”, defendían a su líder lanzando palabras vacías contra las paredes. Los otros, en cambio, entre incertidumbre optaban por la duda, por la posibilidad de todo. Quién diría que años después, un sordo afirmaría y señalaría que su error fue haber opinado sobre algo que no ven. Él, quien con su defecto, sentía autoridad para opinar sobre la música. Suena familiar, ¿no?