|
Compartir noticia en twitter
Compartir noticia en facebook
Compartir noticia por whatsapp
Compartir noticia por Telegram
Compartir noticia en twitter
Compartir noticia en facebook
Compartir noticia por whatsapp
Compartir noticia por Telegram

Todos podemos ser distinguidos por algo. Ya sea una peculiaridad en nuestra voz, la forma de caminar, la fama que adquiere nuestro carácter encantador, reactivo o repudiable, una marca de nacimiento, o algo aún más específico y visible. Si bien es cierto que somos un cúmulo de pensamientos, emociones, valores y actitudes que solamente nosotros conocemos en su totalidad, la primera impresión que los otros tendrán, siempre estará basada en la apariencia física. Y ahí, justo ahí, está la vulnerabilidad.

Hay algo que no nos gusta, algo que nos acompleja y que de pronto resulta una prioridad en la gran lista de cosas que queremos cambiar de nosotros mismos. Puede ser el peso, la forma de nuestro cuerpo, un dedito amorfo, un vientre prominente o la inexistencia de glúteos. Basta pensar en ello para localizar inmediatamente dónde está nuestra “debilidad”, esa que pasa desapercibida para muchos pero que se siente como marca personal propia. ¿Somos nuestros defectos? Ciertamente no, aunque la mente diga que sí.

En “La nariz”, un cuento increíble del autor japonés Ryunosuke Akutagawa, conocemos la historia de Zenchi Naigu. Un hombre que nació con una nariz más que grande y cuya vida fue construida a partir de este rasgo.

Cuando nos cuentan sobre la fama que Naigu tenía en su región, no basta con informarnos de que era bien conocido, sino también nos enteramos del largo específico de su nariz: dieciséis centímetros. Los complejos en su edad temprana fueron muchos y la voluntad para soportar las críticas fue escasa. Por ello, Naigu decidió unirse a los sacerdotes budistas de Ike-no-wo, donde podría servir y sentirse a salvo y lejos de las burlas.

Naigu portaba su nariz con aparente orgullo y defendía su debilidad con un carácter fuerte y a tiempos intransigente; pero en el interior esperaba una solución, un milagro. Un día, un discípulo llegó para proponerle una solución: hervirían su naríz y le extraerían los granos que resultaran de este proceso. Naigu aceptó con semblante incrédulo y con un corazón esperanzado. ¡Funcionó! Ahora su nariz llegaba al borde del labio superior, y esto significaba un triunfo para él: nadie más se burlaría.

La felicidad duró poco. Temía que su nariz regresara a su tamaño normal y comenzó a sentirse incómodo con su nueva apariencia tan anhelada. No le gustaba. Grande fue su alivio cuando, después de unos días, su nariz medía 16 centímetros de nuevo y al fin reconoció lo que había buscado por tanto tiempo: aceptación.

Lo más leído

skeleton





skeleton