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Todos los días, en punto de la medianoche, Clotilde, la bruja más chiquita de su aquelarre, sale pronta y bien peinada, con libro de hechizos en una mano y escoba regordeta en la otra, camina tres pasos, se sube de un brinco a la escoba y se pierde entre las nubes.

¿A dónde va Clotilde?, se preguntan sus chismosos vecinos, con la cara pegada a la ventana. Sea invierno o verano, ella siempre sale puntual, esté sana o agripada, tres pasos y un brinco dará; con lluvia o sin ella, parte veloz al negro cielo.

¿A dónde va Clotilde?, se preguntan los vagabundos del callejón, con las narices empolvadas de carbón. ¿A dónde va Clotilde?, se preguntan los desvelados niños de su calle, escondidos entre las sábanas de sus mullidas camas.

¿A dónde va Clotilde?, se preguntan los fantasmas de la derruida mansión al pie de la esquina, amontonados en un balcón. Ni el eclipse traicionero o la luna adormecida la retrasan de su vuelo, ni Navidad o Año Nuevo la distraen de su cita.

¿A dónde va Clotilde?, se preguntan los viajeros que llegan de vacaciones al hotel de la colina. ¿A dónde va Clotilde?, se preguntan los enamorados que se besan en el parque de entre su casa y la mía.

¿A dónde va Clotilde?, se preguntan los negros gatos desde todas las cornisas. Dime tú, sabelotodo, lector de pocos años, con tus mágicos ojazos que ven más allá de este adormilado relato, ¿a dónde va Clotilde

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