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Cuando se han pasado años en la disciplina de la escritura, y digo disciplina porque es lo que representa, llega un momento de absoluta duda donde se han dejado de visualizar aquellas palabras que volaban frente a los ojos esperando ser escogidas y urdidas en oraciones. Las otras palabras que se habían quedado atoradas en la garganta, han sido vaciadas años atrás y la impresión de ya no encontrar letras en los bolsillos se vuelve creciente.

El problema, por supuesto, es cuando la disciplina sigue dictando la continuación del arte y nosotros tenemos la impresión de que nos hemos quedado sin palabras. Entonces nos centramos en otros eventos humanos, pero de pronto, se recuerda la condición como si fuera una enfermedad, y se opta por leer mucho durante horas seguidas para inyectarnos un poco del remedio; del vasto mundo de las palabras de los otros. Un intento humano, y humilde, por seguir creando, por encontrar en el cuerpo todo lo que habíamos creído perdido. Hoy, por ejemplo, encontré varias de estas frases en los rizos de mi cabello.

Etgar Keret, gran escritor israelí, presenta para nosotros una circunstancia que abraza la nuestra previamente descrita. En su cuento largo “De repente llaman a la puerta”, estamos frente a una situación que a todo escritor le resulta totalmente desastrosa: le están pidiendo, más bien exigiendo, a punta de pistola, un cuento.

¡Un cuento salvaría su vida! En la sala de su casa se ha metido un hombre que le apunta con un arma mientras le exige un cuento. Sólo un cuento y lo deja tranquilo. Keret, como personaje, está vacío, con ideas secas, y aparte su nerviosismo le llena la mente de algodón; imposible crear.

De repente, cuando estaba por comenzar a crear a partir de la descripción de su situación “Dos hombres están en una sala”, alguien llama a la puerta. Es un encuestador que, sorpresa, también trae arma y también quiere cuento. “Tres hombres están en una sala”. ¡Eso es una situación, no es un cuento! Dice el repartidor. Keret comienza de nuevo y de pronto un repartidor de pizza toca la puerta.

Keret abre, no ha pedido una pizza, el chico pasa y se une a los otros dos con un cuchillo en la mano; misma petición, un cuento. Keret narra, juega con el ambiente en un intento desesperado por ganar tiempo y los otros esperan atentos. El detalle es que, a veces, la supervivencia reside en la prolongación, y en su narración sin fin, no deja de añadir: “de repente llaman a la puerta”.

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