El experimento
Julia Yerves Díaz: El experimento
Hay imágenes que una vez vistas parecieran permanecer en ese tipo de memoria que es difícil de olvidar. Como si alguien tomara un bolígrafo y escribiera una descripción exacta de todo cuanto se ha visto, no dejando atrás detalle alguno, y recreando sempiternamente sensaciones por demás variadas. No podemos huir de eso. El cerebro tiene humores y también una forma de comunicarse bastante peculiar. Prueba de esto es cómo tantas veces ligamos olores con rostros y sitios con emociones; podemos ser totalmente vulnerables a esto y es quizás a lo que la gente se refiere cuando dice que las batallas son internas. Por supuesto que no todas las imágenes que se han quedado son malas, algunas aparecen y crean conexiones que hacen reaccionar al cuerpo de una forma amigable, apacible; como un viento fresco después de que ha llovido.
Para el texto que esta semana se construye, he partido, con valentía, de una de aquellas imágenes que han perturbado mi existencia. Digamos que uno, naturalmente, no puede “des-ver” algo. Este fue el caso con Thomas Ott, un novelista gráfico que ha procurado el horror a partir de su pluma. En sus obras es muy difícil encontrar enunciados completos, y más bien nos guiamos entre letreros y una que otra frase al aire para dar vida a lo que se proyecta.
En “El experimento”, obra que forma parte de Cinema Panopticum, estamos frente a una historia que como he mencionado antes, carece de palabras. El relato creado a partir de trazos de pluma fina, muestra la historia de un hombre que se encontraba ya muy pronto a perder la vista. El desespero, la angustia y esa sensación de impotencia no sobran en las expresiones que se aprecian visualmente.
El personaje acude al médico y se hace las pruebas necesarias, solamente para encontrar que efectivamente estaba quedando ciego. De pronto, el médico le otorga la opción de unas gotas que debería aplicar sobre la cabeza y esperar a que los poros absorbieran el líquido experimental que probablemente, y con mucha suerte, podrían hacer su magia al penetrar hasta el cerebro y devolverle la vista.
Los días pasaron y las gotas funcionaron. El efecto obtenido fue que, no solo sus ojos recobraron la visión y la forma, sino que toda la superficie de su cabeza, por donde había puesto el líquido, estaba llenándose de ojos. Una imagen terrible, que hoy, con la fortaleza que no poseo, me atrevo a compartir hacia aquellos que dudan de una vacuna que lejos de mutarnos, sí pudiera salvarnos.