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Las supersticiones moldean la conducta y crean respeto hacia los elementos más variados en los que podamos pensar.

Romper un espejo, pasar debajo de una escalera, lanzar sal sobre el hombro derecho o izquierdo, rodear la muñeca del recién nacido con un hilo negro, temer a las tres en punto de la mañana; todo tiene un porqué y se trata de algo más que una inclinación a precavido.

Es también una forma de honrar los miedos de quienes nos anteceden y obedecer ante algo que no conocemos a ciencia cierta, pero que en el fondo tampoco queremos poner a prueba.

A mí no me gustan los gatos negros y evito mirarlos a los ojos. No porque tema lo que su mala suerte, o reputación, pueda traerme; sino porque durante la niñez me mordieron los tobillos en mis sueños y fue tan repetitivo y oníricamente doloroso, que prefiero ahorrarme la posibilidad de que ocurra en la vida real. Es un respeto mutuo.

Se trata de creer, o no. Y debería respetarse. Lo que para unos resulta una forma de protección, para otros es más bien la audacia de no temer ante nada en la vida.

Una burla valiente. En “La camelia” cuento del autor Yamauchi Hideo, la superstición tiene un papel importante que va más allá de un temor hasta cierto punto ignorable.

Se basa más bien, en todo un simbolismo cultural a partir de una flor: la camelia japónica. Para los personajes, una tía y una sobrina japonesas, el miedo infundido es tal que promete quebrar la entereza y las conductas aprobadas en la etiqueta familiar.

La escena es la siguiente: es la hora de dormir y ambas mujeres reposan entre los últimos pensamientos previos a la inconciencia de un descanso profundo. De pronto, un peso significativo y una “heladez” evidente caen sobre el pecho de la sobrina. La reacción es el pánico y posteriormente la furia.

¿Quién se atrevería a jugar con algo así? Era una camelia roja que, como ellas bien sabían, al morir cae entera; como aquellas cabezas de los guerreros al ser decapitados.

Un mal augurio, definitivamente. Los gritos aumentan y la confrontación rompe el ambiente pacífico previo al sueño. La tía no fue, pero el hecho estaba ahí.

Una flor significando el terror máximo. Por suerte, al deshacerse de ella sienten un dejo de victoria y entonces viene la risa. La carcajada nerviosa que deja escapar el miedo anterior y que disfraza los pensamientos en un intento de ignorarlos.

Conocemos esa reacción, la sentimos después del alivio y de la risa que esconde la creencia de lo improbable.

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