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En tiempos duros, los momentos más vacíos suelen ser difíciles de pasar. Hablo de todos aquellos instantes que, en medio de tantas cosas sucediendo al mismo tiempo, comienzan a pesar más de lo que nuestras cansadas almas pueden soportar.

No resulta extraño ahora; entre días llenos de información, precauciones, gráficas, sanas distancias, curvas que no quieren aplanarse y un miedo colectivo general.

Nadamos en un mar de incógnitas, tomando el riesgo de perdernos entre esa gran incertidumbre que nos acontece. Y bien, ¿qué podríamos hacer?, ¿cómo encontramos el rumbo de regreso hacia esas personas que fuimos antes del miedo? No es una tarea fácil, porque todo cuanto sucede puede resultar desalentador y humanamente abrumador.

Afortunadamente, hay refugios que se convierten en lugares seguros para resguardarnos en esos lapsos difíciles. Los encontramos entre letras que cuentan historias, melodías que evocan recuerdos, plantas que piden atención y zonas de la casa que se presentan como oportunidades para cambiar y ordenar el exterior con la promesa de poder también aliviar algo de lo que se lleva por dentro.

En “El mundo”, hermoso cuento del autor uruguayo Eduardo Galeano, conocemos la historia de un habitante de Neguá, en la costa de Colombia, que logró subir al cielo y al bajar contó a todos lo que había visto: la vida y el mundo en toda su plenitud.

Sus palabras, contrarias a lo que podríamos esperar de alguien que está a punto de describir el mundo, fueron sencillas pero contundentes. “El mundo es eso -reveló- un montón de gente, un mar de fueguitos. Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás”. ¿Hay acaso una forma más hermosamente humana de describirnos? No encontramos palabras que puedan evocar todo lo que puede conformar al mundo superficialmente, sino que sentimos ese estremecimiento de sabernos un fuego vivo.

También, naturalmente, y como en todos los casos, el hombre aclara que “no hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes, fuegos chicos y fuegos de todos los colores.

Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco”. Cuánta belleza. Miremos nuestro interior porque seguramente sabremos reconocer nuestro fuego y entonces sabremos cuánta fuerza necesitamos para seguir brillando, y cuánta voluntad requeriremos para alumbrarnos entre todos.

Si bien nuestros días parecieran rebasarnos, recordemos que nuestro fuego importa y el calor que le damos al mundo es irremplazable.

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