Lía después de Fidel: la última carta del amor por un cubano
La maestra octogenaria no olvida aquel septiembre de 1955, cuando conoció al comandante en ciernes en el parque central de Valladolid.
Eduardo Vargas/SIPSE
MÉRIDA, Yuc.- Cuando una de las dos mujeres que viajaban en el viejo Ford modelo 1944 abrió el misterioso estuche parecido al de un violín que estaba en el asiento trasero y un arma de grueso calibre apareció, la más joven sintió en el cuerpo el frío similar al de lluvia invernal que la dejó inmóvil, casi como si le hubieran disparado.
Pero la bala que acabó con el incipiente amor que la novel mujer empezaba a sentir no salió del arma de Alejandro -que así se hacía llamar el dueño del estuche- sino de los labios del apuesto joven que la enamoraba; y fue una verdad escandalosa en aquella época: “Soy divorciado y tengo un hijo”.
Más de 60 años después de aquel arranque de sinceridad de quien resultó ser Fidel Castro Ruz, líder de la Revolución Cubana, Lía está sentada en la sala de la misma casa de la calle 61 del Centro Histórico de Mérida, transformada hoy en academia de música como tributo a su hermana Ligia, pianista magistral, en la que en sucesivos fines de semana vio entrar y salir al incipiente guerrillero.
Ahí mismo, donde ‘Alejandro’ se volvió amigo de la familia Cámara Blum, la hoy abuela de 80 años de edad, retirada de la docencia que impartió durante 52 años ininterrumpidos, dice que si tuviera frente a frente a Fidel Castro la sola mirada no le bastaría a él para reconocerla.
Una historia que pervive
Todo aquella aventura de Lía y Fidel quedó plasmada en un reportaje, “La vida secreta de Fidel Castro en Yucatán”, que en 1997 se publicó en el periódico Novedades de Yucatán, texto que fue retomado en una crónica del periódico Milenio Diario hace apenas unos días, en el marco de la visita del presidente de Cuba, Raúl Castro Ruz, a Yucatán, bajo el título “Lía Cámara Blum, la novia yucateca de Fidel Castro’.
En ese contexto histórico, Lía retoma aquel pasaje de su vida -no escrito en los libros de historia, pero imborrable en el de su vida-, y asegura que desde aquel día cuando ella descubrió a ‘Alejandro’ en el acto de sentarse para que le lustraran sus mocasines nuevos, en el parque de Valladolid, Yucatán, Cuba se le instaló de tal forma en el corazón que fue capaz de arriesgar varias veces su vida por la causa ideológica.
Menciona, por ejemplo, que en aquel viaje a Cuba, en 1960, para participar en el Encuentro de Juventudes Latinoamericanas, jóvenes desconocidos y barbados, prácticamente la adoptaron como una guerrillera más: le enseñaron a disparar rifles y metralletas que sacudían, en cada detonación, su delgado cuerpo de quizás 50 kilos de peso.
En ese periplo, la maestra, montada en un jeep con hombres fuertemente armados, viajó cual turista hasta Sierra Maestra, escondite de los rebeldes encabezados por su otrora enamorado.
Mujer revolucionaria en territorio enemigo
O como aquella otra ocasión, cuando policías corpulentos caradura irrumpieron en el encuentro clandestino del grupo Fair Play for Cuba, en Cleveland, Ohio, al que ella había llegado a escondidas de su esposo, para apoyar en lejanía la naciente Revolución Cubana, y terminó huyendo por solitarias calles desconocidas y pensando que ahí moriría.
¿Cómo es que Lía, la amante de la Revolución Cubana, fue a parar a un país que había roto relaciones con la Isla? Ella cuenta que, en 1960, tras participar en el Encuentro de Juventudes, se encontró con Alberto Maceo Sariol, un cubano nacido en la isla en tiempos previos al régimen del dictador Fulgencio Batista, avecindado en Estados Unidos, con quien había intercambiado cartas desde unos cuatro años atrás, cuando lo conoció en Mérida por un amigo en común.
Ahí, en medio del frenesí del Carnaval de Santiago de Cuba, Lía cayó rendida ante el arrojo de Alberto cuando él le pidió matrimonio.
Una boda por correo
Se perfilaba una historia con final feliz, pero cuando ellos fortalecían su unión, Estados Unidos y Cuba debilitaban la suya; de pronto, su futuro esposo se quedó ‘encerrado’ en la Unión Americana porque ningún cubano que habitara en territorio norteamericano podía abandonar el país.
Lía, literalmente, se quedó como novia de pueblo: durante varios meses, ya con el ajuar listo, tuvo que esperar tiempos mejores; pero nunca llegaron. Entonces, la desesperación se convirtió en desayuno-comida-cena de la maestra yucateca, lo que la obligó a tomar una decisión crucial: casarse prácticamente por correo.
A su futuro esposo le pidió una carta poder, y a su padre, Pedro Cámara, que la acompañara al Registro Civil para que representara a su enamorado. Después del casamiento ‘en ausencia’, Lía pudo obtener la visa para viajar a Estados Unidos, y en enero de 1961, en la iglesia de St Ann, en Cleveland, se casó “como Dios manda”.
Al poco tiempo se embarazó y sus padres presionaron para que ella viajara más de cuatro mil kilómetros para regresar a su natal Mérida. Alberto y Lía decidieron mudarse a la capital de Yucatán y esperar aquí la llegada de una niña a la que habían de poner el mismo nombre de la madre.
Como la profesora no perdió su plaza porque se fue con licencia sin goce de sueldo, la retomó, mientras él, gracias a que hablaba inglés a la perfección, se empleó en un hotel. Compraron una casa en el popular fraccionamiento Pensiones, al poniente de la ciudad, y recomenzaron su vida de marido y mujer.
Pero el amor se murió a los 10 años del matrimonio: su esposo Alberto nunca se adaptó al país. Tras renunciar al empleo en el hotel, compró una granja avícola en Umán, municipio conurbado de Mérida, y dividió su vocación empresarial con la de benefactor de insolados cubanos que recalaban en las costas de Yucatán tras haber huido de Cuba, en balsas hechizas. Nada llenaba a Alberto, y un buen día vendió la granja y volvió a Estados Unidos, en el amanecer de la década de los 70.
Lía cuenta que, en otra extraña circunstancia de su vida, su “amor de lejos” fue aún más largo que el propio matrimonio: duró entre 15 y 20 años. Alberto venía con cierta frecuencia en viajes meteóricos para ver sus hijos, y ella volaba cuando las vacaciones lo permitían para que los niños convivieran con la familia paterna.
El Campeche de Lía y Fidel
Pero el desbalance económico no tardó en llegar. En busca de darle una mejor calidad de vida a su familia -ya tenía dos hijos, Lía y Pedro- la profesora, con largo recorrido en varias escuelas de educación preescolar, aceptó un ascenso: supervisora, pero eso le significó una nueva mudanza, aunque mucho más cerca que la primera: Campeche.
Lía no lo sabía, pero la Ciudad Amurallada también había jugado un papel imborrable para la lucha de Fidel Castro: ahí conoció a Carlos Hagar Lixa, con quien recorrió Lerma, Seybaplaya y Champotón, en busca de un lugar seguro desde el cual partir hacia Cuba para armar la Revolución.
De aquel primer encuentro entre el yucateco y el cubano -que se convirtió en una fuerte amistad que con los años quedó solo en nostalgias-, en un avión que hizo escala en Campeche, fue testigo Carlos Pérez Cámara, amigo de Carlos Hagar, y a la postre gobernador del Estado.
Lía tampoco supo entonces del brevísimo contacto entre Pérez Cámara y Fidel Castro sino hasta que leyó el reportaje del periódico Novedades de Yucatán. Lo que sí recuerda de aquellos años es que sucesor de Pérez Cámara, Rafael Rodríguez Barrera, fue quien abrió una gran cantidad de jardines de niños en el Estado que a ella le tocó supervisar durante sus semanales estancias de lunes a viernes en la ciudad bañada por el mar.
Los fines de semana, Lía viajaba en su popular sedán marca Volkswagen de vuelta a Mérida, para ver sus hijos, bajo el cuidado de sus madre, doña Socorro, mientras mantenía su matrimonio de papel.
No fue sino hasta que Alberto amagó con venir a llevarse a sus hijos cuando Lía reparó en que debía tomar una decisión fundamental; de lo que había huido, y precisamente la misma ‘condición’ que había ‘frenado’ su amor por Fidel Castro, la alcanzó con los años: el divorcio.
Llamó a un abogado y puso fin a la vida de un matrimonio que terminó como inició: sin su marido. Prácticamente en secreto, y en ausencia, Lía Cámara se separó legalmente de Alberto, y cerró el último capítulo de la segunda historia de amor de su vida, protagonizada por un cubano.
Corazones rotos
Ahora, en 2015, en medio de todos estos recuerdos, Lía Cámara Blum no está arrepentida de nada: ni de su corto amor por Fidel, ni de su casi novelesca historia con Alberto, y mucho menos de haberse ligado a la isla porque, dice, todo esto tuvo un resultado bueno: su familia, aunque de aquél póker de corazones ya sólo laten dos: el de ella y el de Pedro. Lía, su hija mayor, y Alberto fallecieron hace ya algunos años.
Y en el trance de haber perdido a su seres queridos con sólo dos años de diferencia, el destino le empezó a jugar otra mala pasada que puso en peligro de extinción durante 16 años el cubanísmo apellido Maceo de sus hijos -Pedro no tuvo descendencia directa y Lía tuvo dos mujeres (Gianina y Shantal). Entonces llegó Rodrigo, un niño adoptado, que legalmente es su nieto, de apenas cinco años de edad, y en quien se gestó nuevamente la estirpe.
El último suspiro
Así, desde su primer ‘contacto’ a mediados de los años 50, cuando conoció a Fidel Alejandro Castro Ruz, uno de los personajes más emblemáticos del siglo pasado y sobreviviente del cadavérico comunismo, Lía nunca se sacudió a Cuba, al contrario, la padeció y amó en circunstancias a veces contradictorias.
-Si tuviera a Fidel Castro enfrente ¿qué le diría?
-Yo creo que no me reconocería… ha conocido tanta gente… Si él no hubiera tenido la historia que tuvo y no fuera tan famoso como es, yo tampoco, si lo viera hoy, no lo reconocería...
Incluso, con el pasar de los años, en una reflexión lapidaria, Lía dice que lo que Fidel Castro hizo con toda la gente que se topó aquí fue utilizarla: “Él vino aquí e hizo una amistad con mi familia para que lo acompañáramos a todos lados porque lo andaban buscando para matarlo… Era un peligro andar con él”.
Y a pesar de que todo esto es parte de una historia oral de su familia -pues no conserva fotos ni nada que compruebe aquel encuentro con Fidel Castro- Lía dice hay hechos incontrovertibles: que Fidel trató con otras familias yucatecas, que visitó la costa en busca de un puerto de salida para el Granma, que se hospedó en el hotel Reforma, en en el corazón del Centro Histórico, y que cargaba el arma de grueso calibre que su madre descubrió aquella tarde otoñal de 1955, dentro del negro estuche con apariencia de violín.
También fueron ciertos el enamoramiento, la cita en el centro nocturno de moda, Tulipanes, de donde salieron acaramelados y donde él le dio un romántico beso en la mejilla, y la audaz tomada de mano en el cine cuando la chaperona, doña Socorro, vigilaba como policía casi cada movimiento del falso ‘Alejandro’.
Lía aprovecha esta entrevista para poner el epitafio el encuentro con Fidel Castro:
“Éramos jóvenes, nos gustábamos, nos sentimos atraídos y no nada más de amigos (...), así que todo eso de que venía buscando un lugar para zarpar fue cierto, pero lo del enamoramiento es algo muy íntimo… No fuimos novios, y, sí, pude haber sido hasta su amante ¡pero eso nunca se los voy a decir!”.