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En la entrega anterior hablamos sobre la importancia que tuvo el rock urbano dentro de los movimientos contraculturales, principalmente con sus letras que arremetían contra el sistema, la autoridad o el choque generacional, sin embargo, más allá de la crítica social, era un momento en donde eras libre, donde podías desahogarte lejos de la férrea vigilancia que tenía la policía sobre quienes vestían botas, camisas negras o pelo largo.

En el centro de México estuvo el tianguis del Chopo, que inició en octubre de 1980, como una iniciativa de Jorge Pantoja, quien propuso a la directora del Museo del Chopo, Ángeles Mastretta, el permitir que en la calle se abriera este canal de comunicación para el intercambio y la venta de discos, libros, revistas y parafernalia relacionada con el rock. Paulatinamente, ese espacio se convirtió en un lugar donde se promovieron tocadas, se podía transitar con una indumentaria exótica y que estimuló el trueque de música, más que en esa época no existían los circuitos comerciales veloces para obtener material o información sobre qué pasaba al otro lado, no sólo del mundo, sino en los estados vecinos.

En Mérida, a mediados de los noventa aproximadamente, se comenzaron a abrir espacios dedicados a la venta de música relacionada con el rock, aparecieron nuevos grupos musicales y se comenzó a organizar tocadas en los pocos espacios públicos que autorizaban para estos eventos. Generalmente podías acudir al local de Henequeros, cerca de la Iglesia de Monjas, Ferrocarrileros, el Pasaje de la Revolución, la explanada de la T-1 o en pequeños bares que ofrecían al menos una vez a la semana la participación de algunos grupos locales de corte más fresa.

En esas noches meridanas, los espacios del Centro Histórico se convertían en foros donde podías escuchar a bandas como la 42 Sur, a Represión Juvenil, mezclados con invitados de los estados vecinos, que ofrecían un cartel variado de música que iba desde el rock urbano hasta el death metal, siendo que a principios del año 2000 comenzaron a tener más presencia grupos que transitaban entre el ska y el reggae.

En esa mitad de los años noventa, las tocadas tenían la característica de que las bandas se sumaban a las causas sociales, siendo que la entrada a estos eventos eran un kilo de arroz, frijol o una cuota simbólica, los cuales destinaban para apoyar a quienes resultaban afectados por un terremoto, un huracán o donado a los albergues de la ciudad. Eran noches donde la música flotaba en el ambiente, bailabas slam y te permitía ser libre, en una Mérida sometida, aún más que ahora, a los estandartes de la doble moral.

A la par de estas veladas nocturnas, donde había desde policías hasta observadores en los conciertos, que creían que vestir con playeras negras o blancas con las portadas de los discos de Iron Maiden, una calavera o un diablo, te convertían inmediatamente en un delincuente juvenil, también se libró una batalla por resistir las normas sociales que, a través de los padres o los discursos morales de los gobiernos, querían desaparecer cualquier ideología contraria a la oficial. Aunque sobre el avance de esta contracultura meridana, hablaremos en la próxima entrega.

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