|
Compartir noticia en twitter
Compartir noticia en facebook
Compartir noticia por whatsapp
Compartir noticia por Telegram
Compartir noticia en twitter
Compartir noticia en facebook
Compartir noticia por whatsapp
Compartir noticia por Telegram

Recientemente acudí a mirar una película en el cine Rex, frente al parque Santiago, que gradualmente ha comenzado a dar funciones después de meses de cierre con motivo de la pandemia, ahí descubrí que nos arrebataron algo de la magia que tenía sentarse en una sala oscura a compartir con el resto de los asistentes las exclamaciones de asombro frente a esa gran pantalla que nos arranca de la realidad por unas horas.

Acudir a un cine siempre lo he visto como un ritual especial en mi vida, por eso he tratado
de ir con las personas que considero importantes para mí, porque representa comunicar
una parte de tus intereses, una plática sobre ellos, escuchar el punto de vista diferente, en
fin, además de compartir la complicidad de comentar, comer y mostrar la alegría o tristeza
cuando ocurre algo inesperado o la aparición de una escena largamente esperada.

Mucho antes de la llegada de las grandes franquicias cinematográficas y el auge de pasear
en las plazas comerciales, ir al cine era una actividad familiar que permitía disfrutar
un momento de convivencia y nos unía en torno a un tema común. De ahí nació esa parte
ritualista para mí, porque muy pocas veces tuve la oportunidad de ir y, cuando ocurría,
era una celebración tan intensa, que aún hoy conservo entre mis recuerdos esos momentos.

Los primeros recuerdos sobre las salas de cine fueron las películas mexicanas, ya sea de Chabelo, los luchadores mexicanos y algunas retransmisiones de Pedro Infante, las cuales
íbamos a ver en el cine Aladino que, si la memoria no me falla, entrabas por un pasillo
reducido, se ubicaba sobre la 60 con 65, otras veces en el cine San Juan en la calle 62 por 67 (aquí agradezco el recordatorio del Ing. René Flores Ayora, más veterano que su servidor).

Sin embargo, los recuerdos más nítidos del cine son con mi abuelo, que me llevaba a ver las películas de vaqueros que tanto amaba, íbamos a las funciones vespertinas en el Cinema 59, en la calle 59 entre 68 y 70 y hoy convertido en sede de un grupo religioso, donde mirábamos las historias del Salvaje Oeste, el periplo de los grandes héroes norteamericanos que con un revolver al cinto impartían justicia así como sus largos peregrinajes en las praderas acompañados de su caballo y la pericia para encender una fogata.

Después estuvieron el cine Fantasio, al que alguna vez fui con unos amigos a ver películas
de acción, después la primera vez que tuve una cita fue en el cine frente al ex edificio del

Congreso del Estado, dentro de una plaza que tenía unos meses de haberse inaugurado. Aún queda flotando en la memoria el olor de las palomitas, los intermedios para que regreses a la dulcería y la cara iluminada de mi abuelo cuando me contaba las historias de los vaqueros que desfilaban en la pantalla.

Lo más leído

skeleton





skeleton