Mi egoísmo contra el Carnaval
En los días previos al Carnaval 2017, durante su celebración y hasta ahora, algunas personas han traído de nuevo a la discusión su regreso al Paseo de Montejo. Una publicación ha llegado a decir que “los meridanos” quieren que vuelva a esa avenida porque unos cuantos así lo han pedido en redes sociales. Yo manifiesto mi oposición al retorno a la ciudad y lo hago por la más egoísta de las razones: no me gusta que copen calles, avenidas y demás sitios públicos de modo que quienes no disfrutamos de la fiesta (que era) de la carne quedemos prisioneros. No me mueve ninguna razón moral o urbanística, sino mi grandísimo egoísmo.
Expuesto este punto, voy a dar una opinión no pedida sobre el Carnaval, el de aquí, el de allá y el de más allá, de hoy y de todos los tiempos: se trata de la fiesta de los excesos –sobre todo de los que se llaman “pecados de la carne”, es decir los de índole sexual-, y durante su celebración todo está (o estaba) permitido, desde la infidelidad hasta el onanismo e incluso el bestialismo.
Aunque su origen remotísimo se sitúa en la civilización sumeria (5,000 años antes de Cristo), el que conocemos ahora se deriva en alguna medida de las saturnales, donde cualquier pudibundez quedaba suspendida y se celebraba el “placentero caos”, en donde “erupcionaba la vida sin diques ni contención”, en palabras del historiador alemán Klaus Bringmann –es decir se valía todo sin tasa ni medida y los nobles y los plebeyos convivían, se apareaban y se embriagaban uno junto al otro en democrática orgía- en calles, templos y casas de Roma.
La Edad Media en Europa adoptó en buena medida esa celebración de los excesos, pero como un paso previo a la Cuaresma. En los carnavales de Venecia y de París nobles y plebeyos convivían también y participaban –disfrazados- en grandes orgías en palacios y calles.
¿A que viene esto? Para señalar que el Carnaval –palabra cuyo origen es buscado hasta en la Biblia- debe ser todo menos una fiesta familiar o turística. Por eso sostengo: si van a celebrar el Carnaval, que sea con todo. Una fiesta ligth, desleída y sin orgías no sirve. Menos si luego van a ir al templo a llorar arrepentidos de sus pequeños excesos y a que les pongan ceniza en la frente.