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Siendo sinceros, tenía años sin poner pie en el Otoño Cultural, un festival cuya oferta artística llevaba una década sin renovarse, programando a las orquestas paleolíticas de siempre con artistas otoñales de toda la vida -por no decir decadentes-; es decir, aquellos que sexenio tras sexenio protagonizan la mayoría de los festivales estatales o tienen presencia en la Semana de Yucatán en México con un repertorio pétreo y tan inamovible como las añoranzas de sus viejos éxitos en la OTI y demás concursos que ya nadie recuerda, ni desea recordar.

Por ello, el Festival Cultural de Otoño y Cervantino en Yucatán, aunque modesto en su presupuesto, ha tenido el acierto de mezclar a creadores locales con proyectos recientes y contemporáneos con una selección de espectáculos internacionales traídos ex profeso desde Guanajuato, aprovechando la efervescencia que se vive en sus callejones por estas fechas que, de alguna manera, nos han tocado de refilón a los que hemos sabido buscar en el programa que abarcó del 19 al 28 de octubre manifestaciones como teatro, música y danza, entre otras.

El primero que presencié fue “Anna Pavlova e Isadora Duncan: Diálogos”, una producción de Tatsudanza en celebración de los 35 años de trayectoria de Carmen Correa y nuestra Tatiana Zugazagoitia, quienes encarnaron a estas dos malogradas bailarinas sobre el escenario, no solo emulando sus pasos por el ballet y la danza moderna, sino protagonizando un hecho escénico donde sus voces y personalidades se fundieron al grado de no poder distinguir a los personajes históricos de ambas intérpretes. Mención especial merece la reinterpretación de Zugazagoitia de “La muerte del cisne” (rutina de la Pavlova ahora en versión de la Duncan) en clave de danza contemporánea. Un merecido y modernísimo homenaje acaecido el domingo 21 en el Peón Contreras.

También me tocó ver a Ozone Raaga, quienes desde la India desembocaron en el Palacio de la Música con un ensamble compuesto por instrumentos tradicionales como la cítara y las percusiones, con bajo y órgano eléctrico, así como el violín, la batería y la voz. Y su música fue exactamente eso: una fusión que arrancaba con ritmos y sonidos folclóricos que luego se iban convirtiendo en algo más, ya fuera jazz, funk, rock o bossa nova. Aunque no llenaron el recinto, dieron un espectáculo de primer nivel, como las otras agrupaciones que vinieron desde Bosnia o Colombia para dar cátedra de que lo costumbrista no está peleado con el sincretismo de la posmodernidad. Esperemos que algunos artistas locales hayan tomado nota…

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