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Ocasionalmente cuando comenzamos a escribir sentimos que estamos por meternos a la boca del lobo. Que no es exactamente la imagen que quiero dar, por supuesto. No hay tal temor por expresar algo ni hemos perdido palabras, y tampoco estamos en un mal sitio; se trata solamente de una inseguridad innombrable que radica en algo así como no tener la certeza de que vamos a salir triunfantes del siguiente párrafo. Soltarse a escribir un texto difícil; esa es la boca del lobo.

Hablar de lo que duele sin tomar distancia, de lo que nos hace sentir pequeños aun cuando estamos alzando la voz desde abajo; hablar desde el momento en el que se siente todo sin recurrir al tiempo que sana. Un ejercicio y un ejemplo: imagina que en lugar de decir tu nombre al presentarte a alguien que no conoces, dijeras todas las cosas que te han hecho sentir triste durante el día. O las cosas que te han herido o enojado, vale lo mismo. “Buenos días, me presento como la impotencia de no haber podido hilar la aguja porque mi vista no logra retomar su naturaleza desde hace unos tres meses aproximadamente” o “buenas tardes, soy la ira después de una serie de malos ratos y para el colmo de males se me saló la comida”.

En “Para el color de mi madre”, poema en prosa de Cherrie Moraga, estamos frente a un juego entre una estrofa repetitiva “soy una chica güera vuelta morena por el color sangre de mi madre” y otras estrofas alternadas con versos en prosa que narran partes de varias historias.

Estas historias corresponden a las edades de dos, cinco, catorce y cuarenta y cinco años. El trasfondo importante a destacar es que la poeta pertenece probablemente a una primera generación nacida en Estados Unidos, por lo que su madre, a quien se refiere por el color de su sangre, aparece referida en los versos y en las historias cuando las imágenes aluden los campos de trabajo, los pañuelos rojos, los sombreros, las enfermedades y la vejez. Al mismo tiempo hay un juego fino entre las narraciones.

Cherrie narra un evento primario que le ocurrió a los dos años y a los cinco, pero la narración de los catorce y los cuarenta y cinco no pareciera corresponder a ella, sino a su madre. Es como si la estrofa principal, columna vertebral del texto, más allá de un color que se lleva por dentro y que se hereda, sea lo que las une, lo que las presenta a modo de historia compartida donde se pierden los nombres y donde su sangre es lo que las distingue; lo que las representa.

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