Padre, un amor verdadero
Columna de Roberto Díaz y Díaz: Padre, un amor verdadero
Hoy se festeja el Día del Padre y qué bueno es reflexionar sobre nuestros padres y ver si les estamos dando algo de nuestro amor. Nunca sabremos lo que significa ser padre, sino hasta que tengamos un hijo.
Nunca conoceremos la alegría más allá de la alegría, el amor más allá de cualquier sentimiento que resuena en el corazón de un padre mientras mira a su hijo. Y nunca conoceremos el honor que hace que un hombre quiera ser más de lo que es y transmitirle algo bueno y útil a su hijo. Es un gran privilegio y una gran carga ser ese hombre.
Llegó a mis manos una breve historia del escritor Armando Fuentes Aguirre, la cual narra en forma muy didáctica el abandono que les hemos impuesto a nuestros padres.
Me permito transcribirla textualmente: -“Oye, amor, habló tu papá. Creo que deberías ir a verlo, ya hace más de un mes que no sabes nada de él. -¿Hablo otra vez?, qué fastidio, tú ves el trabajo que he tenido. No me queda tiempo para nada. ¿Le pasa algo?, ¿está enfermo? -No, parece que no se ha sentido bien, pero dice que ni por teléfono ha podido hablar contigo; que en la oficina le dicen que no estás. ¿Por qué no te das una vuelta para ir a verlo? -¡Hoy no puedo! A ver si el próximo domingo, si es que no nos llaman los compadres.
Y si vuelve a hablar dile nomás que uno de estos días le caemos. Y ahora vuelvo. -¿A dónde vas? -A pasear al perro”. Qué triste es que sí tengamos tiempo para pasear al perro, pero no para ir a visitar a nuestros padres. Qué triste es que les demos migajas de nuestro tiempo, cuando podríamos darles un abrazo y hablar con ellos... aunque sea por teléfono. Qué triste es que los hayamos abandonado a un encierro obligado y no les demos la alegría de nuestra compañía.
Cuando fuimos niños, él nos llevaba al parque y nos daba un amor manifestado en obras. Y ahora que hemos crecido, bueno sería devolverle un poco de nuestro amor; no para llevarlo al parque, pero sí invitarlo a nuestra casa y tener un diálogo amistoso.
Porque pronto, y tal vez más pronto de lo que imaginas, lo vas a llevar, pero... ¡al cementerio! Hay algo que debe transmitirse de padre a hijo, o nunca se percibirá con claridad. Es ese sentido de hombría, de valor propio, de responsabilidad hacia el mundo que nos rodea. Vivimos en una época en que es difícil hablar con el corazón en la mano.
Cuando queremos los hombres dar amor a nuestros hijos nos llaman cursis. Nuestras vidas se están ahogando por mil problemas y la poesía de nuestro espíritu es silenciada por los pensamientos y los sinsabores de la vida cotidiana.
Ya no damos amor, ya no expresamos nuestro amor y ya no buscamos el amor. Los padres con los hijos se saludan, si acaso, sólo con la mano. Hay una dolorosa historia de un padre que perdió a su hijo en un accidente automovilístico. A la hora del entierro, se acercó a su ataúd y puso una carta en el pecho del muchacho.
La carta es fuerte, duele, pero ayuda a sanar viejas heridas. Me permito transcribirla: “Querido hijo: Nunca te dije lo mucho que te amaba. Nunca te dije que parte de mi corazón ocupas. Nunca te dije el papel tan importante que ocupas en mi vida.
Pensaba que llegaría el momento adecuado para hacerlo: cuando te graduaras en la escuela, cuando dejaras nuestro hogar y te establecieras por tu cuenta, cuando te casaras. Ya no habrá un momento adecuado.
De modo que estoy escribiendo este mensaje con la esperanza de que Dios le pida a uno de sus ángeles que te lo lea. Quiero que sepas de mi amor por ti, y de mi dolor por no haberte hablado de ese amor. Tu padre”.