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A los ancianos, hay gente que los mira como echándoles en cara el no haber tenido la delicadeza de morirse antes. Y a veces los vemos como un artículo que pasó de moda o está en desuso y se nos antoja sacarlo de circulación.

El sacerdote español Martín Descalzo tiene una frase para definir la ancianidad cuando dice: “Un anciano es mucho más que un baúl de recuerdos”. Y qué cierto es, pues a la tercera edad hay que llegar con recuerdos, pero seguir viviendo el hoy y el ahora. No permitiendo que la vida nos jubile.
Hay dos cosas muy tristes: “un viejo que se cree joven, y un viejo que se cree muerto”. Sí, hay viejos verdes, que no aceptan su edad con amor, y bien podrían dedicarse a otras actividades diferentes a las que tenían antes. Y otros viejos que se creen muertos, pues están sentados esperando la muerte. Sus temas que hablan son solo recuerdos de un pasado, y sus palabras huelen a cementerio.

Pero qué distinto es ver que existe una tercera clase de personas de la tercera edad: las que han tomado la vejez como una nueva etapa en su vida, con un refulgente resplandor, es la etapa en que “un viejo asume la segunda parte de su vida con tanto coraje e ilusión como la primera”.
No debemos de olvidar que “el hombre empieza a disminuir, el día en que sus recuerdos son más que sus proyectos”. El día en que empieza a mirar más hacia el pasado que hacia el futuro. Es en ese momento, cuando el ser humano debe retomar la vida con otra óptica y entender que el día que nos convenzamos de que nuestra tarea en este mundo ya está concluida, es cuando la muerte ya está ganando la partida y empezamos a coquetear con ella.

Y esta es la peor jubilación de todas: la que alguien se la impone a sí mismo. Porque hay que entender que el hombre está realmente vivo en la proporción de las ilusiones que mete en su mente y lo mantienen despierto ante la vida. Debe, y puede, ir tratando de llenar sus minutos y sus horas con alegría, con mucho optimismo y dando amor a todo ser que tenga en su entorno.
Si todos los ancianos entendieran que su sonrisa ante los hombres puede ser igual de hermosa y fecunda como aquella caricia y mirada que le proporcionaron a su primer hijo cuando lo vieron nacer. Si entendieran que su carácter nunca es amargo aunque sea más débil. Si aceptaran que la vida no los ha jubilado, sino les está regalando el privilegio de seguir generando amor a manos llenas. Tal vez no se han dado cuenta que son las manos de Dios para acariciar, la boca de Dios para aconsejar, y los ojos de Dios para dar miradas de ilusión y de optimismo.

En la medicina actual, se ha luchado más por prolongar la vida de los hombres, que conseguir que esa prolongación sea feliz y de alegría. Se nos ha olvidado a los médicos decirles a los ancianos que son el instrumento de Dios para generar su amor. Hay que hacerles ver que “sí es importante añadir años a la vida, pero es mucho más importante añadir vida a los años”.

Deseo regalar a mis lectores “La oración de la tercera edad”, de José Laguna Menor, la cual llegó a mis manos y siento que es tan bella y útil que vale la pena difundirla:

“Señor, enséñame a envejecer como cristiano. Convénceme de que no son injustos conmigo los que me quitan responsabilidad; los que ya no me piden mi opinión; los que llaman a otro para que ocupe mi puesto. Quítame el orgullo de mi experiencia pasada, y el sentimiento de sentirme indispensable. Pero ayúdame, Señor, para que siga siendo útil a los demás, contribuyendo con mi alegría y mi sonrisa al entusiasmo de los que ahora tienen responsabilidades, y aceptando mi salida de los campos de actividad, como acepto con naturalidad sencilla la puesta de sol. Finalmente, te doy gracias, pues en esta hora tranquila caigo en cuenta de lo mucho que me has amado. Concédeme que mire con gratitud hacia el destino feliz que me tienes preparado. ¡Señor, ayúdame a envejecer así!

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